Antonio Alvarez-Solís periodista
Estampa de unos dirigentes
El respeto exige que éste sea mutuo. La falta de respeto exige respuesta. Cómo sea esa respuesta dependerá de la clase de persona que sea uno. Antonio Alvarez-Solís responde aquí a quienes, no conformes con intentar quitarle la voz y la palabra, le han faltado al respeto. No sólo a él, también a sus oyentes. La respuesta muestra la talla moral y la calidad periodística de un gran profesional.
Nunca jamás, hasta hoy, escribí sobre mí mismo ni sobre cosas que me han acontecido. Siempre me ha parecido que el escritor no podía convertirse en protagonista de su relato, de ahí mi negativa a intentar siquiera una autobiografía. Pero también, quizá, sobre lo que he sido sujeto o testigo callé demasiado por razones supongo que de elegancia y aún de prudencia para proteger el escaso y averiado diálogo existente. Creí que en la batalla en que se me hería con crueldad no debía primar mi propio daño, sino el daño inferido a unas extensas capas sociales en cuyo nombre modestamente hablamos ciertos escritores e incluso como voceros de una parte sustancial de la maltratada masa ciudadana de algunos pueblos. Pero, haciendo una reflexión necesaria, este constante silencio -algún día tocará desvelar la llamada transición o la verdad sobre el 23-F, por ejemplo- ¿es sano de cara al equilibrio de la sociedad? ¿Por qué es posible pensar que vivimos en una sociedad equilibrada -y hablo del mundo occidental- cuando al ejercicio de las capacidades morales, tal es la expresión del pensamiento, se le califica como acto punible? ¿Qué hacer en una situación así? Hemos de ir cayendo uno a uno en silencio o, como decía Francisco de Quevedo: «No he de callar por más que con el dedo/ ya tocando la boca o ya la frente/ silencio avises o amenaces miedo. / ¿No ha de haber un espíritu valiente?/ ¿Siempre se ha de pensar lo que se dice?/ ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?». Así se inicia la «Epístola satírica y censoria contra las costumbres presentes de los castellanos», que hoy son ya, aquí, las costumbres de una serie de vascos solamente nominales, arrodillados en servidumbre ante un Madrid colonialista, vascos de pura vecindad que están destruyendo su nación como reserva de libertades y democracia.
Poco a poco, como bacterias numerosas y agresivas que trabajan en silencio, esos tales, dirigentes fabricados por sí mismos que no por la decisión mayoritaria ciudadana, surgidos tantas veces de uniones sacrílegas, van desertizando la libertad hasta dejar el campo de la vida popular descarnado de todo aliento de vida; tierra esquilmada a su paso con la asistencia de una turba de sacristanes tan crueles como ellos y siempre dispuesta al oficio de la represión. Una tras otra caen las cabezas tanto segadas con coartadas por sí mismas delatoras de su mala raíz como con maniobras que despejan el campo y lo habilitan malévolamente para la acción inicua de sus leyes prevaricadoras hasta dejar a la maltratada comunidad inerme y exangüe de futuro.
Son dirigentes resecos, ansiosos de un poder que nos les corresponde, contaminantes de conciencias simples a las que se ha horneado para que se alimenten de catecismos raquíticos o de dogmas que no entienden. Gentes que se creen en democracia porque tienen derecho a una urna que luego de usada se vacía arrojando el contenido al muladar de lo sobrante.
Son dirigentes que mezclan berzas con capachos para gritar en el mercado una mercancía que ha nacido caducada. Dirigentes que vacían el tuétano ético de sus seguidores para que les sirvan con sus huesos vacíos. Dirigentes que crean miríadas de supervivientes desalmados que sueñan miedo y viven una vigilia de menosprecio para sí mismos y de encarnizamiento con los demás en el cumplimiento de su oficio de ejecutores. Leales de la deslealtad. Dirigentes rudos que hacen el camino mirando el suelo que les sostiene y al que temen, soslayando la luz que orienta la existencia tras las copas de los árboles. Dirigentes que burlan, como he leído con tristeza, de que un lehendakari jure su cargo en la presencia de Dios, con respeto a los antepasados y de pie sobre la tierra vasca. Dirigentes con prisa porque saben que la razón les niega como tales y les queda muy poco e inútil tiempo para destruir a un pueblo. Dirigentes que se unen y desunen en una danza de guerra para intimidar al entorno. Pero me pregunto si podrán con el vasco, de tan vieja historia y tan seculares libertades, tan horizontal en la igualdad, tan decidido de musculatura. ¿Podrán con un pueblo capaz de perder su sangre después de la fiesta?
Dirigentes que presiden sus pasos envueltos en banderas feroces que flamean a fin de asfixiar la voz de quienes no pueden hablar como no sea en el recaudo pequeño del círculo en el que se mueven. Frente a esa tremenda y tiznada realidad parece obligado construir la muralla necesaria con los materiales que tengamos a mano. Sigue siendo precisa la canción: «Unamos todas las manos/ los blancos sus manos blancas/ los negros sus negras manos».
Dirigentes repletos de ira y de urgencia. Más concretamente: de ira urgente. ¿Acaso hay ira más cruel que la ira urgente? Una ira que brota de la sinrazón, que impide la sensatez del lenguaje, la tranquilidad en la acción, el reposado mirar para ver lo que nos apremia. Dirigentes con una conciencia mal construida, porque la conciencia no se forma rectamente en el vicioso y excluyente deseo interno de verse a uno mismo, hijo de una soledad perversa tantas veces, sino en la abierta contraposición con lo otro, con lo distinto, con lo que nos niega. De esa contraposición entre el yo y el no-yo, como escribe Fichte, surge la luz de una conciencia preñada de libertad. La libertad es eso: la suma del yo y del no-yo que forma el otro hemisferio del planeta moral. Pero los dirigentes que describo son seres solitarios, con un alma excluida de la comunión social, entregados a una radicalidad sin contraste.
¿Y qué fabrican además esos dirigentes? Irritación, odio, incomunicación y, sobre todo, servidumbre con ese pan que reparten con arrogancia para que la calle, cierta calle, grite diciendo que prefiere a Barrabás. Mala cosa esta cacería de voces y vidas. Una cacería que sólo entretiene a los perros. Una cacería que aumenta el número de ciudadanos que se levantan y acuestan con los dientes apretados, con la fermentación de la ira en su corazón, con la lucha contra el propio ánimo de violencia. La violencia de los justos. Digo que quizá, acaso, esos dirigentes deseen el hervor de la cólera ajena para sacar de su funda el sable de la ley, porque como acaba de decir el mismísimo Rajoy, Santo Job sólo hubo uno en la historia. Y me pregunto al paso por qué los Rajoys y los Zapateros, que buscan pan de trastrigo en las almas honestas de los librepensadores, hablan con esta claridad de su sufrir cuando ellos producen tanto sufrimiento.
Dirigentes hipócritas que no sólo redactan a su antojo las tablas de la ley sino que obligan a su adoración velándolas para que no hagan su propia lectura de ellas los que yacen arrodillados por siglos de manipulaciones. ¡Con qué tranquilidad pasean por la arena del circo antes de cada espectáculo! ¡Con qué serena y externa parsimonia deciden la muerte del combatiente al que antes han negado su ser de libre y, con ello, le han desposeído de alma! ¡Con qué ridículo protocolo muestran el rollo de sus leyes y la guardia pretoriana que las ejecuta! Me pregunto qué esperarán de su futuro esos dirigentes hechos de granito y barro. Si alguna vez fueran sometidos a la justicia de los pueblos, a buen seguro sus corifeos reclamarían en su huida la democracia maltratada. Porque la democracia es suya, la libertad la amasan ellos, la vida la deciden en sus despachos y la humanidad limita al norte con sus armas, al sur con su voluntad, al oeste con su mentira y al este con su fiesta. Mientras, el llanto y el crujir de dientes es de los condenados predestinadamente. ¡Qué siglo para la historia! Historia a la que también llamarán leyenda negra. ¡Oh vainas, infinitos vainas!