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Mertxe AIZPURUA | Periodista

Resplandor en el armario

Empiezo a preocuparme. Abro el armario y donde antes había tallarines y conservas ahora está la calavera de diamantes de Damian Hirst. Dice la médico que no me preocupe, que son alucinaciones sin importancia. Pero me preocupa. No me gusta que el resplandor de un cráneo con brillos irisados me asalte detrás de una puerta. Hirst, artista británico de prestigio entre los modernos más modernos, acostumbra a escandalizar sentimientos con esculturas hechas con animales muertos y cosas así. A mí me repele bastante. Una de sus recientes creaciones, ésa que se me aparece últimamente, me produce un escalofrío de terror. La ha hecho con un cráneo del siglo XVIII que ha revestido de diamantes y platino. La cosa -me resisto a llamarla obra- se llama 98 millones de dolares, aunque él diga que es la demostración de que no vamos a vivir para siempre y, a la vez, la expresión de la victoria humana sobre la muerte. Pues vale. El caso es que el gesto de abrir la despensa me aterra. Es el efecto de combinar la muerte seca y los diamantes de sangre. Cuando por algo se está dispuesto a matar y a morir, no hay forma de calcular ni su precio ni su valor. Es lo que pasa con los diamantes. Nos parece atroz, incomprensible, estúpido, que alguien esté dispuesto a matar y a morir en nombre de Alá pero lo de las piedras de las minas del continente negro no nos solivianta lo más mínimo. Y tampoco nos preguntamos si merece la pena que en aguas africanas naveguen barcos pesqueros pertrechados con armas, dispuestos a matar y a morir por el atún. ¿Atún? Acabo de darme cuenta de que es una simple lata de bonito lo que tanto brilla en mi despensa.

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