El síndrome de Estocolmo y otros personajes olvidados en la crisis del «Alakrana»
En la azarosa singladura del «Alakrana», el viernes se escribió un nuevo capítulo evidentemente muy mediático, con la llegada de los 36 marineros a puerto seguro. En un ambiente de tan comprensible emotividad después de rozarse el drama, no es de extrañar que algunos de los tripulantes cayeran en lo que la sicología definió hace mucho tiempo como «síndrome de Estocolmo». Un síndrome de Estocolmo que se dirigió en forma de elogios hacia el Gobierno español, su embajador en Kenia o incluso la Audiencia Nacional. Pero en parte resulta lógico, porque los hechos objetivos demuestran que han sido estas instancias estatales -más que los secuestradores- las que han prolongado su cautiverio y llevado al límite su angustia. Las que han hecho que lo que se solucionó en seis días en el caso del «Playa de Bakio» se haya estirado ahora hasta los 47.
Pasado el susto con final feliz y con los marineros en casa, de lo que todo el mundo se congratula, se hace conveniente resituar el debate y analizar el papel de cada uno de los personajes en la crisis. Sobre los piratas y su modo de actuar no caben análisis superficiales, sino un acercamiento profundo a la realidad del lugar y las responsabilidades en el injusto orden mundial. La tripulación secuestrada ha sido evidentemente el eslabón más débil de la cadena, y por eso ha suscitado la empatía general. Las autoridades españolas, y eso los marineros lo saben mejor que nadie, gestionaron la crisis con prepotencia, cinismo e irresponsabilidad. Sólo los familiares los auténticos héroes de esta historia, les hicieron reaccionar, con declaraciones de coraje como la de la mujer del marinero que proclamó que no querían recibir una condecoración de viudas con la bandera española envolviendo el féretro.
No obstante, hay otros dos actores que pasan desapercibidos y que también tienen un papel destacado en esta historia, ya que resultan claves para que situaciones similares no vuelvan a repetirse, que es lo importante. En principio, no es aceptable que los armadores, a los que sería más ajustado definir como los empresarios, eludan toda la responsabilidad en una práctica que pone muy en riesgo muchas vidas de trabajadores, y en vilo a varios países. Y colocar en los barcos a grupos de gentes armadas -ya sean privadas o públicas- sólo es una huida hacia delante que allana el terreno a nuevos dramas. Es más, militarizar el tema hasta ese nivel despeja cualquier tipo de dudas sobre el contexto en el que se están produciendo estas situaciones: la colonización del Índico por las grandes potencias pesqueras de Occidente y Oriente.
El segundo actor olvidado es el conjunto de la sociedad, a la que alguien tendría que explicar cuánto dinero le va a costar, primero, el rescate y, luego, la inversión en «seguridad extra», y por qué tiene que pagar de su bolsillo una actividad de alto riesgo que sólo pertenece a la esfera del beneficio privado. El tema económico tiene tantas vertientes, y es tan profundo, que no convendría olvidar que en aquellos mares se pesca desde hace muchos siglos; es decir, que no son espacios vírgenes a conquistar. Y recordar que, como sucedió con Canadá tras la «guerra del fletán», como ocurrió después de que Marruecos se apropiara del banco saharaui, o como sucedió en el propio Golfo de Bizkaia no hace tanto y con más de un escopetazo de por medio en la disputa en torno a las cuotas comunitarias y los derechos de uso de los caladeros tradicionales, en estos conflictos hay que buscar una solución que compense a una y otra parte aunque no satisfaga a ninguna.
Es necesario que cambien muchas cosas
Si Somalia continúa siendo un Estado fallido será difícil llegar a ese tipo de acuerdo, pero las potencias pesqueras no deberían seguir persiguiendo «barcos piratas» donde la población de la zona -desde Omán hasta Kenia- sólo ven «guardacostas» que están creando riqueza, no sólo por el cobro de los rescates, sino también porque los caladeros más próximos a la costa han quedado reservados para los pescadores locales.
Por todo ello, limitarse a subrayar que la responsabilidad directa de los secuestros de barcos en el Índico es de los piratas somalíes es esconder la cabeza bajo tierra como el avestruz para no ver lo que sucede sobre la superficie. Al igual que es una ingenuidad creer que con el final feliz de esta singladura del «Alakrana» algo ha cambiado por aquellos mares. Hoy continúan secuestrados decenas de barcos con sus tripulaciones; como hace dos meses, hoy continúan patrullando la zona barcos pertenecientes a las armadas de varios estados europeos, así como chinos y japoneses; mañana, el mismo «Alakrana» volverá a faenar en ese área, aunque ahora lo hará con gentes armadas.
Más allá de la situación personal de la tripulación secuestrada, no se ha solucionado casi nada. Ni siquiera el Gobierno español está dispuesto a reconocer que, por un largo periodo de tiempo, antepuso supuestas cuestiones de Estado a la vida de los marineros; al contrario, ha preferido mantener la imagen del «estado de derecho» aunque haya sido escribiendo renglones torcidos.