Nicola Lococo Filósofo
Juego de niños
Todo consiste en distraer el cerebro de los niños para mantenerlos en una actitud dócil y pasiva del todo antinatural a su condición infantil, situación en la que son mas fácilmente manipulables
Dos amiguitas de diez años se hallan frente al televisor. Llegados los anuncios, una le dice a la otra: «El otro día vi un condón junto a los columpios», a lo que su compañera replicó: «¿Qué es un columpio?». El chiste ilustra la situación en la que se encuentra la infancia, transcurridos veinte años de la Convención de los Derechos del Niño desatendida por unos mayores demasiado ocupados en producir bienes de consumo y en ganar dinero, y educada por empresas desaprensivas que les inculcan lo peor del sistema capitalista, como es el egoísmo, la competitividad, el consumo conspicuo, el despilfarro y cuantos males aquejan la contemporaneidad. Y es que el «juego de niños» es algo muy serio.
En su excelente ensayo «Homo ludens», Huizinga pone de manifiesto la relevancia que tienen los aspectos lúdicos y agonales para el desarrollo armonioso de nuestra psique en cualquier edad, pero sobre todo en la infancia.
Se sabe que «los niños aprenden jugando» y que «si la lección es divertida... mejor será aprendida», pero hoy se ha optado por descafeinar tan sabia enseñanza y todo consiste en distraerles el cerebro para mantenerlos en una actitud dócil y pasiva del todo antinatural a su condición infantil, situación en la que son mas fácilmente manipulables. Para ello, no se escatiman medios y se pone a su entera disposición una vacua e insulsa programación infantil repleta de publicidad explícita y subliminal que los convierte en zombis consumistas de un mezquino e hijodeputa merchandising bastante caro para su poder adquisitivo y aún el de sus padres, y junto a ellos sufrirán la frustración correspondiente de no poderlo adquirir o la decepción de ver insatisfechas sus expectativas, que se esfuman en cuanto se abre el producto... basado en personajes de las series a los que se les ha hecho amar y desear como sólo aman y desean los niños. Éstos interiorizan su cruel existencia con la misma gracia del muñeco diabólico, y dado que no se les permite dar patadas a un balón ni andar en bici, ni jugar al escondite ni a la peonza, ni al yunque, siempre bajo la espada de Damocles que les recuerda: «¡Eso no se dice! ¡Eso no se hace! ¡Eso no se toca!», desahogan su rabia y desesperación apretando botones de la videoconsola.
Lo que no saben los padres es que cuando un niño se pasa las horas matando bichos o cuando aplaude cuando Terminator pega un tiro en la cabeza a un cyborg, en verdad, como dicen los expertos en psicopatologías, lo que está haciendo es asesinar simbólicamente a sus padres, sobre quienes ha acumulado un largo resentimiento por haberlo abandonado al cuidado hostil de niñeras mecánicas que lo han mantenido prisionero del lado oscuro de la tecnología, y le han originado lo que se conoce como «síndrome de separación afectiva». Ya no son los juguetes los que cobran vida por las noches como en «El soldadito de Plomo», sino los propios niños que, inquietos entre tantos medios electrónicos, ordenadores, mandos, móviles, mp3, cuya radiación y campos magnéticos alteran sus sueños, abren los ojos y deambulan emulando al héroe de la catana o el cortador de cabezas por las habitaciones, sopesando a qué van a jugar mientras sus padres duermen.