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Antonio Alvarez-Solís periodista

Medio trabajador para consumidor y medio

La decisión del Gobierno español de adoptar el sistema alemán de protección del empleo, es decir, primando el interés empresarial, tiene como consecuencia lo expuesto por el título del artículo, entre otras que el autor prevé, tales como el aumento del déficit presupuestario que conllevará nuevos impuestos indirectos.

El Gobierno socialista español y sus socios preferentes, los empresarios de la CEOE, han decidido, en defensa de los intereses empresariales, adoptar el sistema alemán de protección del empleo. El mecanismo es sencillo: una empresa podrá pagar media jornada o unas horas sueltas al trabajador y el resto del salario lo abonará la Administración pública, como si el trabajador trabajara a tiempo completo. Para dotar de un aire social al invento, el trabajador recibirá este complemento como si estuviera parado. Será un trabajador que está parado o un parado que trabaja. Depende de la óptica con que se considere la iniciativa. El remiendo irrisorio, pues no se trata de otra cosa, y ahora hablaremos de ello, les ha parecido excelente a los dos grandes sindicatos estatales, la UGT y Comisiones Obreras, que son la otra pieza del cinturón de hierro neoliberal.

En principio he hecho la cuenta de la operación y a mí me resulta que la empresa pagará a medio obrero y el consumidor abonará el producto de ese trabajo como si fuera consumidor y medio, ya que por su parte pagará el precio de la mercancía y, a través de los impuestos con que contribuye a la cobertura del paro, añadirá otro medio salario invertido en el producto mediante el subsidio a los parados. El precio final de lo que se pone a disposición del comprador -coste más beneficio- no reflejará, pues, el verdadero coste empresarial, sino que será fruto de una composición quebrada y confusa. La operación resulta de una sutilidad manifiesta y debe encuadrarse en la escandalosa política de auxilio público a las frecuentemente punibles operaciones privadas. El nuevo «brote verde» crece, por tanto, en las cenagosas aguas de la llamada libertad de mercado, mercado que hoy sólo funciona, con todos sus quebrantos, si el dinero público acude en su socorro. El escándalo lógico que supone esta extraña medida se enmascarará mediante la habitual desinformación pública y la alienación que produce en la clase trabajadora la férrea intervención gubernamental y la dogmática de falsas libertades con que es protegida.

Lo verdaderamente detestable de este tipo de iniciativas es que su entramado es difícil de desentrañar desde la calle. Los medios privados y los públicos se solapan de tal forma y con tan espurias razones que un ciudadano de infantería se ve con dificultades graves para entender el emburrio. Más aún, ese ciudadano es proclive -proclive como tendencia viciosa- a ver en esta suerte de iniciativas una voluntad social que no existe en el Gobierno. Por otra parte, el mismo hecho de que la nueva forma salarial provenga de Alemania dota a la misma de una fiabilidad basada en una admiración muy extendida hacia la ciencia económica alemana, sin darse cuenta de que Alemania ha sometido repetidamente a su población a disciplinas muy duras y prolongadas. Prueba de lo que digo es que la ministra de Economía española avaló la adopción del extraño modo salarial apoyándose precisamente en su funcionamiento en la República Federal germánica. La torpeza intelectual española es tendente de forma inmemorial a usar este tipo de fenómenos escénicos.

No es difícil presumir asimismo que la ingente disposición de fondos públicos para cumplir con este compromiso con el empresariado -en caso de que se cumpla decentemente, que no lo creo- sobrecargará el ya voluminoso déficit presupuestario del Estado, al que habrá de hacerse frente con nuevos impuestos directos e indirectos -estos últimos a cargo preferentemente de las clases más numerosas y desfavorecidas de la sociedad-, aparte de las tasas en muchos productos o servicios. Entre los instrumentos monetarios con que se hará frente al déficit figurará, como no, la deuda pública, cuyas emisiones van a parar preferentemente al sistema bancario, que de tal forma afirma su poder frente a la máquina estatal. La deuda supone siempre un traspaso de lo público a lo privado y constituye un dogal puesto a la soberanía nacional. La Deuda absorbida por la red bancaria únicamente podría tener su justificación en una Banca nacionalizada, con todo el poder que sobre ella tendrían las instituciones populares.

Al llegar aquí cabe hacer algunas reflexiones sobre las actuales «nacionalizaciones» de carácter restringido, o nacionalizaciones de clase dominante, que supone el creciente traspaso de medios públicos a la Banca privada con su cohorte especulativa, y las nacionalizaciones reales o nacionalizaciones socialistas. Vivimos una época en que los mecanismos teóricos de la socialización han pasado a manos privadas mientras se sostienen con descaro las razones de libertad creativa tan características en Friedman. La calidad de administrador de la justicia distributiva que se atribuía al Estado, con más o menos decencia, por parte de la desaparecida moral burguesa del periodo liberal se ha convertido en una justicia de presa en beneficio de una casta cada vez más poderosa y cada vez más reducida. Una casta que ha entrado ya en la fase urgente de la depredación. Desde este punto de vista cabe hablar de un estado como valor preeminente en la contabilidad de los especuladores, que obligan a una copiosa legislación circunstancial de apoyo, incluyendo la acción militar, a la vista de cómo sople el viento sobre sus intereses. Esta situación corrompe y destruye el estado y obliga a desnaturalizar la democracia. La cantidad de estado que las grandes corporaciones, fuertemente controladas por un estado mayor muy exigente, puedan tener entre sus activos resulta determinante para funcionar en la vida económica. El estado es el ring sobre el que se baten en duelo persistente esos poderes cuya autofagia resulta evidente.

La fase actual de la economía, desangrándose por la herida privatizadora, confirma la situación que acabamos de describir sumariamente. Valga añadir sobre la marcha, y sin aprovechar eso de ir por atún y a ver al duque, que el regreso desde la globalización a un entramado de naciones reales, es decir, a un nacionalismo equilibrado, devolvería a la sociedad la facultad de acomodar su modo de producción a unos ámbitos auténticamente democráticos y a la recuperación de unas libertades populares reales. Necesitamos ante todo proximidad. La proximidad a la calle pondría fin a los poderes lejanos e imbricados que caracteriza la actual fase económica, incapaz ya, por el excesivo peso de sus monstruosos componentes, para navegar por las aguas honestas de una colectividad verdaderamente autocontrolada. Pero esta operación de reencuentro con la nacionalidad ha de ser capaz de resistir la crítica insidiosa que trata de disolver ese nacionalismo mediante calificativos de retroacción, de regreso a situaciones ya superadas y de resurrección de doctrinas adversas a toda modernidad. El convencimiento de que la llamada modernidad no es más que un cepo para inmovilizar a los espíritus libres y con conciencia colectiva ha de funcionar con rigor y decisión entre las masas ciudadanas si de verdad quieren liberarse de su servidumbre espiritual y social y recuperar el dominio sobre sí mismas.

Cabría añadir finalmente que enfrentarse a medidas como la de distribuir el salario entre el generado por el trabajo y el donativo perverso mediante el aparato del Estado no equivale a oponerse a un remedio pretendidamente social, sino que busca aclarar hasta donde sea posible la diferencia entre luchar por un salario digno y estable frente a una corruptela que, además de ser pan para hoy y hambre para mañana, no sirve sino para degradar aún más la moral de la sociedad trabajadora.

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