Floren Aoiz www.elomendia.com
Con la emoción apretando por dentro
Frente al paradigma de emociones labrado por anuncios de turrones, existe otra manera de sentir, de echar en falta, otras formas de disfrutar, de soñar, de hacer frente a los días más cortos y las noches más largas
Como suele ocurrir con los pueblos a los que se niega el derecho a existir, en Euskal Herria hasta Olentzero es sospechoso. Para empezar, es acusado de ser un impostor, una simple invención o una copia. Una especie de Papa Noel con txapela, vamos. Nos asombraría saber cuántas tonterías se escriben y difunden contra el viejo carbonero. Claro que otros prefieren pasar de las palabras a los hechos y, directamente, lo queman, lo secuestran, lo prohíben y terminan por moler a palos a quienes osan darle la bienvenida.
Olentzero es, sin duda, culpable. Es vasco y pagano, no ha surgido del gabinete de marketing de ningún gran almacén ni es un símbolo del imperio, la modernidad, la posmodernidad o como queramos llamar a los diversos modos de atontarnos y/o colonizarnos. Ni viene de Oriente ni trae mensajes de ningún Mesías. De hecho, nos habla de una fiesta muy anterior al oportunismo cristiano de hacer coincidir con el solsticio de invierno el presunto nacimiento del presunto hijo del presunto Dios de los judíos. En realidad, nada más lejos de un Mesías que este gordo barbudo y cabezón, amante de la juerga, cuya canción se acompaña mejor con una bota de vino que con una pila de agua bendita.
Por supuesto, como en todos los pueblos, en el nuestro también cocemos habas, así que Olentzero se ha convertido en un buen negocio y su imagen constituye un reclamo consumista. Aunque no deja de ser gratificante que en un entorno marcado por la disputa entre camellos y renos, o Reyes Magos y Papa Noel, si queremos, nuestro Olentzero y su burro nos ofrezcan un toque de frescura. Los modelos cultural-consumistas del imperio también llegan aquí, claro, pero se las tienen que ver con Olentzero, que cada año nos recuerda el milagro de la supervivencia del pueblo del euskara.
Ni el cristianismo ni el santoral del consumismo han sido capaces de acabar con el carbonero. Además, Olentzero representa para mucha gente la ilusión de un mundo diferente. En un país con tantas camas vacías, en el que crece cada día el número de personas presas y exiliadas, para muchos miles de corazones Olentzero es mucho más que un gordinflón aficionado a los capones. Representa nuestra propia manera de celebrar estas fechas tan saturadas de propaganda cristiana y sentimentalismo hueco y alienante. Frente al paradigma de emociones labrado por anuncios de turrones, existe otra manera de sentir, de echar en falta, otras formas de disfrutar, de soñar, de hacer frente a los días más cortos y las noches más largas.
Muchos pueblos han sido barridos por las olas expansionistas de los imperios colonizadores. Euskal Herria ha llegado al siglo XXI, aunque a veces no seamos capaces de explicarnos cómo ha ocurrido. Será por eso, o por vivir estos tiempos de persecuciones y prohibiciones, pero confieso que ver a Olentzero por las calles de mi pueblo sigue siendo un momento mágico que me invita a cantar «Horra, Horra...» mientras -como dice la canción de Rubén Blades sobre los desaparecidos- recordamos a las y los que faltan «con la emoción apretando por dentro».