Raimundo Fitero
Haití
El maleficio de la pobreza. La muerte amontonada. El dolor condensado en cada instantánea. Cada plano general de la cámara es un recurso dantesco, el infierno caribeño resalta más por esa luz caótica que ilumina las oquedades de la vida arrebatada violentamente por las respuestas de una naturaleza cruel, quizás vengativa, cebada en incidir en la herida que la miseria produce diariamente. Bailan los dioses danzas macabras acompañados por espectros sonrientes. El poeta no quería verlo, porque mirar esa desolación mortifica. Haití, ¿quién te ha condenado a tanto sufrimiento?
No hay muchas palabras que alivien este mareo. Cuando abres el televisor han sumado miles de muertos más a una estadística con cifras de holocausto. Un terremoto que arrasa, destruye, abunda en la aniquilación de un pueblo que pasa hambre, que sufre desestructuración social y política. Un terremoto que eleva la metáfora a sacrilegio, que deja al mundo mirando al televisor como si viera una película de terror. Cuerpos amontonados, sombras, ni los perros olisquean los cadáveres, suenan las sirenas sordas, las ayudas urgentes son las de las funerarias, no hay un salmo que calme la angustia.
Y los vivos pasean su designio al borde del vómito. Los ejércitos de sicólogos solamente pueden repartir bendiciones y ansiolíticos para ayudar a los fantasmas a recobrar su humanidad. Corremos a ayudar, pero siempre llegamos tarde. Somos las tropas de retaguardia de las invasiones del terrorismo estructural. La pobreza mata, corroe los cimientos, levanta edificios endebles, anula las prevenciones. Y quien crea la pobreza es culpable. Por eso nos cuesta tanto tragar saliva. Somos cómplices de esa situación y queremos lavarnos la conciencia aportando una ayuda mísera, como quien da una propina al enterrador. Una penitencia de cinco euros y a seguir haciendo el idiota en las redes sociales. Soflamas, posturas, emergencias universales para tapar las vergüenzas. Nos damos golpes en el pecho, mandamos retenes propagandísticos. Los pobres siempre mueren los primeros. Justicia es lo que hace falta. Y mientras tanto el recuento de muertos escapa a la comprensión. Haití, ya no quedan lágrimas.