Clint Eastwood es un gran cineasta que, sin embargo, se ve perjudicado por sus defectos típicamente norteamericanos y, aunque me duela citar «Banderas de nuestros padres», es la película en la que más claramente quedan resumidos de puertas adentro. Con «Invicuts» pasa otro tanto de cara el exterior, por esa mala costumbre que los yanquis tienen de tratar deportes extranjeros que no practican como si fueran los suyos.

La cuestión es que Eastwood le dió el visto bueno al libro de John Carlin y rodó el guión tal cual, sin profundizar en las situaciones y los personajes históricos que presenta. Pero una cosa es que Nelson Mandela supiese hermanar a blancos y negros en Sudáfrica alrededor de un símbolo deportivo como lo es su selección nacional de rugby, y otra bien distinta, hacernos creer que una charleta suya con el capitán de los Springboks bastó para que éstos ganasen el mundial.

Quienes hayan jugado a rugby saben muy bien que para que eso ocurra es necesaria una progresión como equipo. La prueba de que la consecución del campeonato mundial de 1995 no fue un milagro, es que a aquel éxito le siguieron otros mayores confirmando que allí había una generación de jugadores con el máximo potencial y la continuidad necesaria. La labor de Mandela consistió en conseguir que los de su raza animasen a un equipo mayoritariamente blanco, para así contar con el estimulante respaldo de su público.

Esa política la continúa en el presente el presidente Mbeki, quien quiere que los blancos se identifiquen con la selección de fútbol, que es al contrario mayoritariamente negra. Su pretensión es que los Bafana Bafana renuncien a su denominación zulú, por aquello de agruparlos bajo una etiqueta más integradora.