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Josu Montero |Escritor y crítico

El más feroz y endiablado Mamet

Los personajes de «Glengarry Glen Ross» hablan y hablan sin parar, pero no para comunicarse o desahogarse, sino para engañar, envolver, aturdir, manipular, ocultar, chantajear, traicionar y robar. Su verborreico lenguaje está plagado de monosílabos, expresiones hechas, interrogaciones retóricas, interpelaciones, frases inacabadas y rotas, refunfuños inarticulados, amenazas veladas, dobles sentidos, expresiones machistas y burdas, oscura jerga del mercado inmobiliario, reiteraciones constantes. Con el lenguaje, estos personajes trazan laberintos en los que perder al interlocutor, y al espectador; pero esa palabrería enmascara su carencia de ética y su pérdida de valores. Hay una desesperante sensación de vacío que el lenguaje ha de llenar.

Son vendedores de terrenos a los que los jefes -constantemente invocados pero que nunca aparecen, como si de Godot se tratase- han colocado entre la espada y la pared; y por eso mismo tienen mucho de estafadores más o menos expertos -el más listo asciende, el más tonto cae-. Son granujas dispuestos a apuñalar por la espalda a sus camaradas; charlatanes compulsivos que, a pesar de lo cabronazos que se nos muestran, nos caen simpáticos. Su movimiento escénico es mínimo y sin embargo las palabras van a mil por hora, a un ritmo tan endiablado que provocan en el espectador ansiedad y desazón, la de ellos. Tras la camaradería se agazapa competitividad y depredación feroces. La ley del mercado laboral es la ley de la selva. ¡Pero son unos pobres diablos! Y es que en el fondo, su autor, David Mamet, admira el agónico coraje de estos forajidos; entre los navajazos brilla algún relámpago de solidaridad. Como ha escrito el crítico Marcos Ordóñez, «son canallas vitalísimos».

Estrenó Mamet esta obra en 1983, y verla hoy nos ayuda a explicarnos muchas cosas de esta crisis. El sueño americano convertido en pesadilla. La consigna «que gane el mejor» no es sino un trampolín para que brote, brille y crezca lo peor. Los mismísimos entresijos del capitalismo, porque en esta comedia salvaje el dramaturgo norteamericano es más que nunca un moralista satírico.

Pero el hallazgo que dota a esta función de su vibrante intensidad está en la estructura. Mamet nos escamotea el nudo, sólo nos ofrece planteamiento y desenlace, primer y segundo acto, y carga así de tensión esta constante batalla dialéctica sin cuartel. Las tres escenas del primer acto son escalofriantes duelos a muerte en OK Corral o crueles rounds entre boxeadores pertenecientes además a diferentes pesos y más o menos sonados: Levene vs Williamson, Moss vs Aaronow y Roma vs Lingk; víctima y verdugo, aunque a veces las apariencias engañan. Luego llega ese desenlace en el que casi todo ha sucedido ya y asistimos al sorpresivo desvelamiento y a sus consecuencias. Shelly Levene, el papel que en la versión fílmica interpretaba Jack Lemon, es aquí Carlos Hipólito, un alter ego del maltrecho y desesperado viajante de Miller. Su opuesto es Gonzalo de Castro, que encarna al sobrado y camaleónico Richard Roma; Al Pacino en la peli. Ginés García Millán / Kevin Spacey es el rocoso Williamson. Y si le sumamos un puñado más de espléndidos actores y la batuta de un director que no se pierde en florituras y siempre va a lo esencial con energía y con ritmo preciso y despiadado como el argentino Daniel Veronese, pues entonces sólo queda no perderse a partir del próximo jueves en el Arriaga esta pieza coral de turbio jazz nocturno que es «Glengarry Glen Ross». ¡El mejor Mamet!

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