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Isi Caballero Plataforma de Defensa del Patrimonio Navarro

Expolio bajo palio

 

Desde mis tiempos de monaguillo escarmentado he aprendido a visualizar a la Iglesia, y todo cuanto le rodea, como un ente ajeno a la realidad mundana. Hace ya muchos años que no acudo a un templo para presenciar un rito eclesiástico, pero ello no es óbice para reconocer que aprecio y valoro enormemente la riqueza artística de gran parte del patrimonio que a base del esfuerzo vecinal fue levantado, piedra sobre piedra, durante muchos siglos.

Por mucho que algunos apoltronados y privilegiados líderes religiosos nos pretendan decir lo contrario, este último dato es más que importante. En ningún caso, ni siquiera en el más milagroso de todos, ni en la más inverosímil de las leyendas católicas, Dios se dignó a enviar a su «bienamado» arcángel San Gabriel, u otros, a ayudar a alzar ni la menos pesada viga de roble que culminase la construcción de cualquiera de las tantas iglesias, catedrales o ermitas que salpican buena parte del solar terrenal en que el credo romano y apostólico clavó su pica. Es más, ¿podríamos hacer recuento de las gentes que fueron obligadas con diezmos, trabajos forzosos, entregas de bienes, etcétera a «colaborar» en la construcción de tales edificios? Imposible. Incluso esos mismos privilegiados de los que hablaba antes dirían que todo fue obra del siempre recurrente «Pueblo de Dios»; intentando hacer partícipes a todos nuestros antepasados de un voluntarismo y una espiritualidad rayana a la «santidad».

Creerán que no conocemos lo que supuso durante largos siglos la amenaza católica y sus macabras instituciones, como ese grupo de inquietos «boy-scouts» denominados Santa Inquisición. Haciendo un somero repaso de la cotidianidad en el Antiguo Régimen, descubrimos, sin sorpresa, las formas caciquiles e impositoras por las que súbditos y vasallos eran obligados a abrazar ciegamente la religiosidad cristiana sin derecho a tan siquiera el pataleo. En el Estado español aún tuvimos que soportar, tras el breve recorrido republicano de comienzos del siglo XX, el putrefacto franquismo que, bajo la sombra del crucifijo, eclipsó cualquier atisbo de avances laicos. Mientras Europa se sacudía la irracionalidad religiosa de los ámbitos administrativos estatales, aquí seguíamos siendo vigilados en escuelas, ayuntamientos, juzgados, etcétera por el omnipresente «Corazón de Jesús» junto a la fotografía del asesino de El Ferrol.

Pero ese eufemístico «Pueblo de Dios», afortunadamente para todos y todas, está viéndose mermado a pasos agigantados a la vez que la ciencia y la razón van poniendo cada cosa en su sitio. Es una simple regla de tres. Matemática pura; no como esa milonga de la «Santísima Trinidad». Visto el percal, la muy generosa, humilde y cristiana Diócesis navarra, ha decidido acumular algo que no son feligreses. Ya no lanza las redes para pescar almas envueltas de hueso y carne, y dispuestas a ser salvadas del inquietante fuego abrasador infernal. Tampoco quiere guardar ese rebaño de ovejas que se escapan mientras el pastor se rasca la barriga esperando la inspiración divina, y el paso del cepillo dominical. No, no, ahora acumulan bienes sin alma: edificios, solares, fincas o huertas con las que especular y hacer grandes negocios. Y aquí podríamos decir: bueno, vale, mientras en este trozo de mundo en el que nos ha tocado vivir, la propiedad privada sea otro tesoro sagrado, ¿qué le vamos a hacer? Pero no. Resulta que en ese proceso capitalista de acumulación hay algo aún más execrable. Y no es otra cosa que el hecho de la realización de inmatriculaciones y apropiaciones de patrimonio hasta ahora público, con alevosía y nocturnidad. La alevosía es parte de la negrura del alma humana, pero la nocturnidad la ponen en bandeja las personas que, en algunos casos, se deben a la defensa del haber público. Y entre unos y otras han permitido que esto ocurra.

Debemos exigir a los poderes públicos una defensa numantina de los bienes que corresponden a la ciudadanía navarra y, ahora más que nunca y visto el descaro con que se mueven algunas instituciones sectarias como la Iglesia, es deber de nuestros gobernantes velar por nuestro patrimonio inmobiliario, artístico e histórico. Algunas instituciones y gentes comprometidas ya han comenzado a dar pasos, pero deben de ser todas y cada una de las personas que nos representan en ayuntamientos, concejos, parlamentos, etcétera las que tomen el toro por los cuernos y reclamen responsabilidades ante el expolio ya perpetrado y, al parecer, aún no concluido.

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