Mario Zubiaga Profesor de la UPV-EHU
Esteroides
Advierte Mario Zubiaga de la inminente apertura de una pugna por establecer la forma en la que la sociedad futura recordará lo ocurrido en los últimos cincuenta años. Lucha cuyo campo de batalla sitúa en la escuela y en la que «la mente de nuestra infancia» es «el terreno a ocupar» utilizando «el bombardeo discursivo masivo sobre gente inocente y el silenciamiento de las voces heterodoxas». En ese contexto, señala que quienes actualmente manejan las administraciones no tienen la necesidad de caer en el fariseísmo de condenar «la violencia, venga de donde venga», ya que considera que el actual sistema político y económico «se funda, como todos, en la violencia».
El tipo de persona con más posibilidades de convertirse en terrorista es similar al tipo de persona con más posibilidades de... votar. Hay que ver el terrorismo como una pasión cívica con esteroides». Levit y Dubner, economistas de moda a partir de su famoso libro «Freakonomics», nos recuerdan que lo que mueve al uso de la violencia política no suele ser la estulticia, el lucro personal, la enfermedad mental, la insuperable tendencia a pecar o, quizás, una infancia desgraciada. Más allá del tópico, los estudios serios sobre la materia nos revelan que lo que impele a muchos terroristas es la pasión cívica, el compromiso público máximo, el sacrificio de lo individual, propio y ajeno, en nombre de lo colectivo...
En fin, esos valores cuya pérdida hoy lamentan todos los que piensan que lo existente no es lo único posible. ¿Cómo recuperarlos sin que el actual estado de cosas -es decir, el mantenimiento global de la injusticia- nos lleve necesariamente a la guerra? ¿Cómo reactivar el entusiasmo cívico sin terminar indefectiblemente «tomando esteroides»? Asumamos que los que han vivido como adultos este último ciclo político no van a cambiar, ni para bien ni para mal. Miremos, pues, a lo que deseamos transmitir a nuestros descendientes.
No en vano, en un futuro inmediato, se va a (re)abrir una pugna hegemónica brutal en torno al modo en el que nuestra sociedad va a recordar lo ocurrido en estos últimos cincuenta años: 1958-2008. La escuela es el campo de batalla. La mente de nuestra infancia, el terreno a ocupar. Las armas, el bombardeo discursivo masivo sobre gente inocente y el silenciamiento de las voces heterodoxas.
La sedimentación del poder cuya máxima expresión era la naturalización de los valores transmitidos por la Iglesia católica se ha quebrado relativamente en la modernidad. Decimos relativamente porque, por un lado, como consecuencia de esa pérdida de hegemonía, se ha producido un reactivación, una repolitización de los valores que ha abierto el campo de lo posible en el ámbito de la moral. Lo que se debe entender por virtuoso, tanto en el ámbito público como en el privado, está sujeto más que nunca al debate político. Pero, por otro lado, la doble moral de la cristiandad -una iglesia imperial de ricos basada en un mensaje revolucionario para pobres- es una herencia de la que nuestras sociedades difícilmente pueden sustraerse. Por eso, la violencia ejercida en defensa del sistema, se dice, no sólo es justa, es moralmente irreprochable. Es una violencia no violenta. Es la espada bendita.
De ahí que los actuales gestores de la cosa pública vasca, inspirados obviamente por teólogos y monaguillos secularizados, no tienen la necesidad de caer en el fariseísmo de condenar «la violencia, venga de donde venga». Su objetivo en el ámbito educativo no es, no puede ser, deslegitimar la violencia, in genere. El actual sistema político y económico se funda, como todos, en la violencia, y se defiende por medio de la violencia, ya ejercida, ya esgrimida como amenaza más o menos velada. Walter Benjamin dixit. Sólo desde un planteamiento estrictamente moral, no político, y por tanto individual, se puede adoptar una posición de no-violencia coherente.
Por eso, lo que hoy se plantea desde el bando vencedor es la deslegitimación de la violencia terrorista, la violencia que los hoy vencidos han ejercido durante esta «guerra de los cincuenta años». Es decir, la mera deslegitimación de ETA. Envuelta, eso sí, en un discurso melifluo que, bajo la apariencia del buenismo y la compasión por los sufrientes, no hace sino ocultar el verdadero objetivo: la intangibilidad del actual sistema político. Y es que, como a nadie se le escapa, al deslegitimar únicamente la violencia ejercida contra el sistema, es decir, el terrorismo, lo que se está legitimando a contrario es el propio sistema. Y no estamos hablando de la democracia, sino del sistema constitucional vigente, porque, a diferencia de otros terrorismos, ETA luchaba contra el segundo, precisamente, en nombre de la primera. Es decir, en nombre de una democracia banal, corriente y moliente -el derecho a votar en un referéndum de autodeterminación-, no en nombre de un régimen totalitario, ni siquiera en defensa de otros modelos democráticos tan extravagantes como deseables, fueran éstos autogestionarios o populares.
Ésta es la razón por la que los abertzales desconfían de los nuevos planes educativos «para la paz»: de la mano de la deslegitimación de la violencia de ETA, y sólo de la de ETA, se legitima un modelo constitucional y, de paso, se deslegitima cualquier reivindicación nacional que discuta tal régimen y pretenda subvertirlo por medios no aceptados por el propio sistema, por muy democráticos o pacíficos que aquéllos sean. España prevalece.
No diré que es una idea determinada de España la que hay que deslegitimar en las escuelas. Que también. Basta con deslegitimar la injusticia y la opresión. Y legitimar la lucha activa por las libertades, recordando a los niños que, como no se trata de ganar a toda costa, vulnerando sin justificación las mismas libertades que se trata de obtener, sólo se debe echar mano de «los esteroides» en última instancia, cuando, ante el despliegue muscular del opresor, al débil sólo le queda luchar por la supervivencia. Y que, incluso entonces, la inteligencia es mejor arma que el músculo dopado. También hay que enseñar en la escuela que la violencia tiene su propio código ético, y que no vale cualquier violencia para conseguir cualquier objetivo, y también que la decisión sobre el hipotético uso de la violencia, por ser tan grave, debe revisarse continuamente y medir sus efectos sin autocomplacencia. Debe enseñarse, finalmente, que hay que asumir siempre las consecuencias de los actos y que, sin abjurar ni tener que arrepentirse de lo hecho, se debe lamentar el sufrimiento producido en el prójimo, porque todas las personas sobre las que se ha ejercido violencia merecen un respeto y un reconocimiento. No para que la violencia desaparezca de nuestras vidas, porque nunca lo hará, sino para que la convivencia sea lo más feliz y justa posible, no celestial ni beatífica, simplemente humana.
Me temo que los vencedores en esta guerra, como todos los vencedores en las guerras de España, no están pensando en todo eso cuando pretenden que en nuestras escuelas «se deslegitime el terrorismo». Ahí sí que veo esteroides, esteroides anabolizantes. Es decir, testosterona, aunque con excipiente edulcorado.