José Steinsleger Escritor y periodista
El corte inglés de Baltasar Garzón
Los eufemismos mediáticos de la democracia neoliberal llevan más de 30 años de confusionismo y manipulación ideológica: la política reducida a mera gestión, la economía como ejercicio pitagórico de contabilidad general y la administración de justicia separada de su prima hermana, la equidad, con el fin de criminalizar, por vía legal, las múltiples tribulaciones del conflicto social.
En los países latinoamericanos asolados por regímenes militares, los politólogos de las izquierdas arrepentidas se adhirieron a la idea del «consenso» como «vía única» para «no volver a lo anterior». Oligarquizados, los partidos políticos promovieron la resignación, la desmemoria colectiva y, cínicamente, embistieron contra los llamados metarrelatos de la historia.
El hechizo del «consenso» neoliberal (cuya dudosa virtud consiste en armonizar los antivalores del conformismo y el abandono) se convirtió en el talismán de todo acomodo. Y así, la democracia volvió a ser abstracción; la política, corrupción; la economía, concentración; y la justicia, represión. En un abrir y cerrar de ojos, las trampas del «consenso» se convirtieron en amnesia y claudicación, relativismo y amoralidad, oportunismo y traición.
La España posfranquista fue el modelo. En octubre de 1977, bajo la mirada vigilante del rey elegido por el caudillo, los partidos de izquierda y derecha celebraron los Pactos de la Moncloa, acuerdos que permitieron sancionar la Constitución de 1978. Por decisión de Juan Carlos I (sin mediar un proceso democrático constituyente), las Cortes ordinarias del franquismo (con predominio de fuerzas católicas y monárquicas) se transformaron en constituyentes.
No hubo en España ruptura institucional con el orden surgido del golpe militar fascista del 18 de julio de 1936, que tuvo como objetivo derrocar a la II República nacida de las urnas (1931). La historia es conocida: ni Hitler ni Mussolini gozaron de las cuatro décadas que, con la venia de Washington y Dios, Franco tuvo para fusilar, torturar y condenar a sus propios ciudadanos a trabajos forzados (1936-75).
La «transición» modernizó el fascismo español. Primero fue el pacto de impunidad, silencio y amnesia oficial de la «Ley de amnistía» (1977). Y luego, la convalidación de los jueces franquistas que hoy despachan en los juzgados de la Audiencia Nacional de Madrid (AN, 1985). Hija del Tribunal de Orden Público encargado de juzgar delitos políticos (1963) y nieta del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo (1953), la AN tiene jurisdicción sobre todo el territorio español.
En esas cloacas del fascismo jurídico se formaron jueces como Baltasar Garzón (1955), uno de los más represivos y politizados de España. Sólo que, hombre elegante al fin, el «corte inglés» de Garzón supo adoptar el estilo acorde con una «transición» que se decía enemiga de «todas las ideologías».
Impulsor de la falaz asociación entre desobediencia civil y terrorismo, durante el llamado «macroproceso» de 1998 Garzón se propuso juzgar «todo el entramado de ETA», y más de 50 pacifistas ligados a la Fundación Zumalabe fueron acusados de terroristas para finalmente ser absueltos por el Tribunal Supremo (2009). Ídem con el cierre del periódico «Egin», la radio Egin Irratia y los atropellos contra luchadores sociales del País Vasco, Cataluña, Galicia y algunos árabes que pasaron por el famoso juzgado número cinco.
«Candil de la calle, oscuridad de la casa», los medios proyectaron al «juez estrella» como «héroe» de las izquierdas y derechas: látigo de los luchadores sociales en su propio país, y de los dictadores y torturadores de América Latina. Aunque ni tanto. En Caracas, Garzón acompañó a la derecha cuando el Gobierno bolivariano dio por terminado su contrato con la empresa de comunicación RCTV, y en Colombia se apareció para darle consejos al paramilitar y genocida presidente Álvaro Uribe.
El juez que, según Ignacio Ramonet, «mejor simboliza el paradigma contemporáneo en la aplicación de la justicia universal» (juez «alborotador», «independiente» e «incorruptible», dijo), es el mismo que el letrado catalán Benet Sallelas sostiene que «utilizó siempre un modelo totalmente inquisitivo, dificultando mucho la labor de las defensas».
Por su lado, el abogado vasco Julen Arzuaga estima que Garzón fue el creador de la interpretación extensiva «todo es ETA». «[Garzón] juzga, condena y encarcela no por lo que has hecho, sino por lo que eres y piensas», escribió Arzuaga. Pero en octubre 2008, el juez cometió un error: creer que podía investigar las desapariciones de más de 100.000 republicanos y el destino de 30.000 niños arrebatados a madres en las cárceles para ser entregados a familias del bando vencedor durante la dictadura.
Hasta ahí llegó. En días pasados, la AN dio curso a la querella presentada por las organizaciones Manos Limpias y Falange Española, suspendió al juez en sus funciones y decidió abrirle un juicio oral por «prevaricación». Fallo que, a más de ratificar en qué terminó la «transición» española, confirmó los alcances del viejo refrán que dice: se puede jugar con la cadena, pero no con el mono.
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