Julen Arzuaga Autor de "La matanza y la cantera"
Ares y los sicofantes
El sicofante, en la Grecia antigua, era un delator profesional que se lucraba denunciando a sus vecinos. Fueron sicofantes, por ejemplo, los que acusaron a Sócrates de no creer en los dioses del Olimpo, delito que le costó la pena de muerte por ingestión de cicuta al padre de la filosofía griega. Arzuaga recurre a este capítulo histórico para desnudar las intenciones del consejero de Interior, Rodolfo Ares, al crear una página web y un teléfono destinados a recoger delaciones anónimas. Con ellos pretende convertir a los ciudadanos en policías, prescindiendo para ello de cualquier garantía que proteja a aquellos que sufran las acusaciones bajo la impunidad que proporciona el anonimato.
El nombre de nuestro anti-héroe nos evoca tiempos de la Grecia clásica: Ares, dios de la guerra. En aquella época existía una figura, el sicofante, que ejercía de denunciante profesional, formulando acusaciones -arbitrarias en general- contra ciudadanos señalados de antemano como objetivo. El interesado en denunciar, que no se atrevía a hacerlo por sí mismo, daba al sicofante una recompensa por su actividad. Así, éste personaje encendía dos sentimientos: odio por lo ruin de su quehacer y temor por quienes se podían ver envueltos en sus denuncias falsas. Demóstenes incluso los calificó de «perros del pueblo». Fueron sicofantes los que lanzaron la acusación contra Sócrates de que no creía en los dioses del Olimpo, lo cual le llevó a la pena de muerte mediante la ingestión de cicuta. Aquella figura derivó en lo que hoy conocemos como Ministerio fiscal, estructurado ya bajo la administración del estado, dulcificada su imagen.
Acusador, denunciante, delator, difamador, confidente, soplón, chivato, informante, calumniador, cizañero, malsín en América latina, aunque en Colombia los llaman «sapos»... otros términos para referirse a quien se entrega a la querella gratuita contra el vecino. La carga peyorativa de semejantes epítetos nos sugiere fácilmente lo miserable de la dedicación. Dedicación que, con las nuevas tecnologías de difusión, se amplía al común de los mortales.
Ahora nos ofrecen una página web que nos indica cómo participar en esta juerga. ¡Todos sicofantes! El objetivo que codician: «Cualquier dato, por insignificante que parezca» ya que puede ser útil para fines tan diversos como «salvar una vida, evitar otro tipo de acción terrorista o para impedir actuaciones de `kale borroka' o la colocación de pancartas o carteles que hagan `apología del terrorismo o que ofendan a sus víctimas'». Cajón de-sastre.
El concepto de «colaboración ciudadana», eufemismo de aquellos epítetos menos amables, se había puesto en circulación hace tiempo. En Nafarroa, la exagerada dimensión que periodistas y políticos daban a enfrentamientos entre policías y jóvenes animó a la Delegación del Gobierno a poner en marcha una fórmula que respaldara con legitimidad social la respuesta policial que, día a día, se hacía más violenta -y más cuestionada-. Era otra pata de la represión: la implicación de la sociedad en la demanda de «más madera» contra la acción juvenil. Con esa ambición, se creó un denominado «Consejo de Seguridad Ciudadana», promovido para «introducir el concepto de seguridad ciudadana en sustitución del tradicional de orden público». Con el cambio de paradigma se pretende traspasar la iniciativa al pueblo, que participe en tareas que corresponden a las Fuerzas de Seguridad del Estado que, por los motivos que imaginamos, tenían una imagen totalmente deteriorada.
Así, entidades pertenecientes a ámbitos variopintos se sumaron a las reuniones exploratorias: Cruz Roja, Caritas Diocesana, asociaciones de comerciantes, organismos vecinales, federaciones de padres e incluso la Asociación de Prensa de Navarra compartieron mesa con responsables de las cuatro policías con presencia en Iruñea: Guardia Civil, Policía Nacional, Foral y Municipal. A esa extraña ensalada también estaban invitados representantes del ámbito judicial. Es tal la esperanza que se ponía en el mecanismo que el delegado del Gobierno marcaba el objetivo de terminar con los incidentes «antes de que se produzcan y de que la policía tenga que intervenir».
La idea de la inclusión de los colectivos ciudadanos busca un consenso social que legitime la mano dura. Se infunde un estado de ansiedad, de inseguridad. Se sobre-excita la inquietud social más irracional ante hechos sin ninguna relevancia como poner carteles, hacer pintadas o participar en un triki-poteo por los presos. Esa sociedad temerosa, obsesionada, debe activarse en la dirección correcta, justificando la «eficacia policial», concepto que aparece antagónico a la verdad, justicia y proporcionalidad. No se persigue la calidad policial, sino la cantidad.
Durante las fiestas de Uharte de 1996, un grupo reducido de jóvenes intentaban cortar una calle. Varios vecinos de la localidad persiguieron a los manifestantes y alcanzaron al menos a uno de ellos, al que propinaron una paliza. Para Ansuátegui, el delegado pegón, la actuación de los vecinos «no puede ser más que positiva y ciertamente muy interesante», añadiendo que «la reacción popular es siempre favorable».
Un par de años más tarde, en Tafalla, la tienda del alcalde de UPN, Luis Valero, fue objeto de un sabotaje fallido. La Guardia Civil detuvo a cuatro jóvenes de la localidad. Según la confidencia del teniente alcalde a un padre de los detenidos, el propio comité local de UPN había confeccionado una lista en la que marcaron una X junto al nombre de los chavales. Establecido el tribunal popular, veredicto: culpables. Los detenidos relatan torturas y los servicios jurídicos de Interior denuncian a los padres por calumnias. Protestas, plenos municipales encendidos, ocupación policial de las calles... el caos. Un año más tarde el proceso es sobreseído por la Audiencia Nacional.
Más tarde, y taponados esos escapes del tribunal excepcional, la participación ciudadana lleva a la cárcel con dudoso apego a la veracidad en la autoría -recordemos que ese no es el objetivo- a más jóvenes. Las pruebas contra Josu Guinea por la quema de un local bancario en Larrabetzu las aporta un vecino que presuntamente había dado alcance al joven y lo había identificado tras quitarle la capucha. Sin embargo, otro vecino atestiguó que se había confundido. Doce años de prisión. Karlos García Preciado era condenado por participar en la quema de otra sucursal en Andoain. La testigo que le inculpaba se retractaba después. 16 años la pena.
Además del efecto práctico de jóvenes con exageradas penas de prisión por hechos de poca relevancia, esta forma de actuar deja un reguero de agravio. ¿Si no es cierta la autoría, sobre quién recae la responsabilidad de la acusación falsa? Como el sistema policial-judicial ya tiene un sobrepeso de desprestigiado, soportemos la errónea reacción penal en la ciudadanía, origen de la acusación. A partir de ahora una web y un dispositivo telefónico estructuran y dan coherencia al sistema. ¡Delata irresponsablemente! Ya veremos después cómo lo solventamos. ¡Chívate anónimamente! El mecanismo asegura la confidencialidad. ¡Participa de tú policía!, sé tú mismo policía por unos instantes. Todo un éxito. En una semana ya tenían 88 entradas de las que 21 se consideran de interés policial.
Martxelo Otamendi aseguraba en una reciente entrevista que deseaba poderosamente que ningún defensor de la acción policial desenfrenada se viese involucrado injustamente en un operativo policial por confusión. Peor aún si la acusación errónea proviene, además, del vecino. Que nadie que descuelgue alegremente el teléfono de Ares se vea a sí mismo, o a alguien por él querido, sometido al señalamiento perturbado de otro sicofante.