Tomar rumbo al sur en el periodo vacacional da pie a diversas reflexiones. Las primeras a la altura de Valdemoro u Ocaña, y no te cuento si la ruta te lleva hasta tórridos lugares como Córdoba o Puerto de Santa María.

Circulando por la carretera se te pasa por la cabeza que hay que ser muy mala persona, tener mucho odio acumulado, para condenar a padres y madres, compañeras y compañeros, otros familiares y amistades a desplazarse hasta allí cada poco tiempo para rendir visita carcelaria. Si ya el viaje se hace largo cuando se realiza por ocio... Fíjense que no hablo en este caso del castigo a quienes permanecen tras los muros, sino de la peligrosa penitencia, amén del gasto económico, para sus allegados. Creo que mucha gente debería hacer al menos un viaje hasta aquellas tierras, ida y vuelta en el mismo fin de semana, para hacerse una mínima idea de lo que supone. No puedo evitarlo, cada vez que me desplazo a tierras españolas y leo en los carteles ciertos nombres, me acuerdo de quienes pusieron en marcha y mantienen vigente la dispersión.

Por otro lado, me ha tocado vivir de cerca la explosión de júbilo consecuencia de la victoria de la selección española de fútbol en el Mundial de Sudáfrica. Una euforia deportiva lógica entre sus aficionados. Al fin y al cabo, unas semanas antes en Donostia se vivió el ascenso de la Real y pocas diferencias hay entre unas y otras celebraciones, salvando los colores y el número de personas que toman parte en ellas. Quizá sea mi buena estrella, pero compartí televisión con personas que te reconcilian con nuestros vecinos del sur.

Lástima que esa parte de la sociedad española, a mi juicio más numerosa de lo que se piensa, no tenga hueco en los medios de comunicación, donde los pontífices del «no mezclar deporte con política» se envuelven en la rojigualda para arrimar el ascua a su sardina. Dicen despectivamente y como si fuera una enfermedad, que «el nacionalismo se cura viajando». Algunos se han pasado más de un mes en Sudáfrica y han vuelto peor de lo que se fueron.