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Eszenak

Un poco de silencio, por favor

Josu MONTERO

Escritor y crítico

Las fiestas son la apoteosis del ruido. De hecho, y a diferencia de la función social que según los antropólogos la fiesta ha cumplido siempre, nuestras fiestas no son sino el resultado de elevar a la enésima potencia nuestro fin de semana en esta sociedad del entretenimiento que habitamos. Nuestras fiestas nos retratan, y lo cierto es que solemos salir muy poco favorecidos. No sólo es el señor alcalde de Bilbao el que se retrata a la perfección mostrando además su peor perfil, el de verdad, ese de soy muy tolerante y muy plural siempre y cuando la gente se dedique en fiestas a hacer lo que tiene que hacer. Pero nos pasa a todos, en fiestas nos despojamos de los corsés, y eso, la verdad, suele ser terrible.

Al teatro le sucede en fiestas tres cuartos de lo mismo, nos muestra su peor cara, probablemente la auténtica. Musicales-franquicia como churros, zarzuela, comedias más vistas que el tebeo, comedietas plagadas de autores televisivos, monólogos graciosetes y varietés cabareteras y picantonas. Éste es el panorama del teatro popular.

Lo que sucede, además, es que mientras que en Madrid o Barcelona estos espectáculos son programados por teatros privados, aquí las superproducciones son contratadas por los teatros públicos -no hay otros- y pagadas pues doblemente por nosotros -y además generosamente- vía impuestos y vía taquilla. Esto es teatro sobre seguro, para públicos que no van al teatro. Me asalta un terrible dilema: ¿Qué irá a ver Azkuna?

Algarabía, jarana, jaleo...la fiesta es ante todo ruido, es el ruido elevado a Dios supremo de una sociedad que no aguanta el silencio. Cada vez más escaso, el silencio es un bien precioso; y me refiero, claro, al silencio exterior -¡qué horror de todas formas eso de «contaminación acústica»!-, pero también al interior, y no pretendo ponerme trascendental ni metafísico. Y es que sin el silencio de dentro no es posible escuchar lo de afuera, eso que es preciso escuchar: el viento en los árboles, los susurros, la lluvia que cae sobre nuestras cabezas, nuestros propios pasos, la respiración o la voz del otro, la letra pequeña de esta estupendísima sociedad nuestra...Hay un teatro que es ruido y otro que afina nuestra capacidad de escuchar.

En los últimos meses se han editado tres muy recomendables libros acerca de las desconocidas bondades del silencio, de su significado y de los conflictos que nos plantea.

El autobiográfico y apasionado «Viaje al silencio» (Alba Editorial), de la escritora inglesa Sara Maitland. «No sufrir compañía» (Editorial El Acantilado) del escritor y musicólogo iruñés Ramón Andrés, que no es otra cosa que una fascinante antología de textos sobre el silencio de escritores místicos españoles -sí, hay bastantes más que Teresa de Ávila y Juan de la Cruz, y alguno bastante poco santo para la propia Iglesia-. A esta antología le precede un jugosísimo prólogo-estudio del autor, en cuyo arranque afirma: «Hay un silencio que procede del desacuerdo con el mundo, y otro silencio que es el mundo mismo». Yo por ahora sólo aspiro a un mundo en el que Azkuna -y otros muchos, claro- tomara conciencia de las virtudes del silencio y de su importancia como forma de conocimiento; pero es lo que tiene el poder: omnipresente y prepotente ruido. El tercer libro no es otro que «Persona», de Ingmar Bergman (Nórdica Libros), con él regresamos de pleno al redil del teatro; pero creo que tendremos que dejarlo, sin falta, para otro día.

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