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Gari Mujika | Periodista

Los invisibles

La responsabilidad, para muchos, es como la creencia en un ser supremo, que al acatar sus designios será resarcido de cualquier obligación.

Y aunque parezca un razonamiento religioso, lo cierto es que es una de las premisas en la que se sustenta esta sociedad. La semana pasada se explayaba un cargo municipal de Bilbo con el manido recurso del «efecto llamada». Primero fue con los inmigrantes, pero esta vez se refería a que son centenares las personas forzadas a dormir cada noche al raso. Y se mostró molesto porque, al parecer, ofertar servicios sociales multiplica esa población. Mejor haría aceptando su xenofobia y si se sincerara. Lo único que pretenden es que en esta sociedad clasista esa realidad, forzada por el mismo sistema, se haga aún más invisible. Y en el caso como el familia de Sestao que se ha visto abocada a convertir su coche en su hogar por narices, ¡pues se precinta el vehículo y listo!

¿Y quién se responsabiliza de esa situación? Nadie. La hipocresía y maldad innata del ser humano es la culpable, ¿no? Es mucho mejor hablar del cambio climático y a la par bombardear con la compra de coches. Es preferible gozar de flamantes móviles y provocar guerras internas en el Congo por el negocio del coltán, preciado y necesario mineral para que funcionen los celulares de última generación. ¿Diamantes de sangre?

Pero una alegría se lleva uno al ver que también existen activistas invisibles, como en Donostia, que con su arte callejero han inundado varias esquinas con frases que rezan «Eskuminak torturatzaileei!». Esa dantesca palabra que la mayoría prefiere obviar, no asumir, para no tener así que abrir los ojos. Y recordé aquél capítulo de los Simpsons en el que hacen terapia familiar con descargas eléctricas. Algo parecido al experimento que el sicólogo yanqui Stanley Milgram realizó en 1961.

El investigador persuadió a los participantes para que dieran lo que éstos creían que eran descargas eléctricas a un sujeto. Pese a las súplicas de este, un actor, la gran mayoría siguió superando incluso el voltaje límite. Esa teoría de la obediencia concluyó que los participantes no se sentían responsables del daño que infligían, sino meros instrumentos que realizaban los deseos de otra persona. Lo mismo ocurre con los torturadores; dirán que cumplen con lo exigido por sus superiores.

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