Hasta ahora pensaba que Tom Hooper era algo así como el máximo representante de la autoexigencia profesional, pero después de ver «El discurso del rey» he de reconocer que hoy en día no basta con ser un aplicado artesano, y que lo que hace el joven maestro inglés de la televisión en su segundo largometraje consecutivo para la gran pantalla ya es cine de autor con mayúsculas.

A diferencia de sus coetáneos, que dominan la técnica pero no la narrativa, Hooper lo controla todo a la vez gracias a la claridad de ideas con que escenifica el gran tema de su obra: la amistad entre personas de distinta condición social. En su inspirada «Damned United», la estrella era el entrenador de fútbol Brian Clough, pero el tiempo venía a demostrar que éste no hubiera sido nada sin su fiel ayudante Peter Taylor. El pensamiento hooperiano se basa en la creencia de que los oficialmente considerados grandes hombres dependen del apoyo y colaboración desinteresada de otros anónimos a los que la historia ignora de forma injusta.

El inagotable esquema dramático se repite en «El discurso del rey», donde Jorge VI salva su testa coronada gracias a la dedicación personal de su logopeda y, finalmente, amigo Lionel Logue, quien de no ser por la película seguiría siendo un olvidado y anecdótico personaje menor.

En apariencia, el logopeda sin título ni formación médica no pasa de ser un actor segundón del repertorio de Shakespeare, mal aceptado en Inglaterra por su acento australiano, pero al que el destino le brinda la oportunidad de sacar el gran artista que lleva dentro.

La secuencia culminante del mensaje radiado de la declaración de guerra a la Alemania de Hitler lo deja claro, ya que Geoffrey Rush se mete en el papel como si fuera un director de orquesta que con su batuta invisible guía la musicalidad del discurso pronunciado por Colin Firth, ya sin tartamudear ni atropellarse. Las virtudes del plebeyo sirven para disimular los defectos del monarca, sabiendo muy bien cuál es el puesto de cada uno.