Apesar de que la visión de una inevitable «muerte» de Bélgica como estado parezca exagerada, el fracaso del enésimo intento de formar gobierno aumenta la sensación de un país en estado de parálisis, en un progresivo desmantelamiento y discapacitación para encarar el futuro de manera unitaria. El vencedor en las elecciones, el partido independentista flamenco NV-A, no ha dado su brazo a torcer con la propuesta de reforma del Estado y deja las espadas en alto, en una situación que en palabras de su líder, Bart De Wever, «consigna al Estado belga a una evolutiva evaporación». Esta lenta implosión es recogida por significativos editorialistas del continente como indicativa de lo que ocurre a nivel europeo, presagiando incluso un ranking de naciones candidatas -donde Escocia, Gales, Catalunya o Euskal Herria son destacadas- que seguirán el camino emprendido por Flandes.

La división entre Flandes y Valonia va más allá de la lengua. En cierta medida, Flandes es conservadora y con mentalidad de libre mercado, tiene la mitad de paro y un cuarto de renta per capita más alto que Valonia, tradicionalmente dominada por los socialistas y con altos índices de corrupción y mal gobierno. Esta realidad amplifica el argumento de muchos políticos flamencos de «estar cansados de subsidiar» a sus vecinos, por lo que reclaman la transferencia fiscal y de seguridad social en nombre del principio de responsabilidad que, a su vez, lleva a los valones a parapetarse en el principio de solidaridad, básico en un estado federal. Esta espiral de pasiva agresión, que en un delirio de irresponsabilidad aleja el sentido del propósito común, paradójicamente une a valones y flamencos; el «verrottingsstrategie» neerlandés y su sinónimo francés «strátegie du pourrissement», es decir, dejar pudrir la situación para que sea abono de una nueva realidad.

El arte de buscar soluciones que plazcan a las distintas partes se conoce como «compromis á la belge». Pero en ausencia de soluciones, un divorcio civilizado es la solución más justa y sensata.