Mientras me tomo un cortado en un bar de Hondarribia, el cuarteto de la mesa de al lado saca tapete, naipes y un puñado de garbanzos para dirimir sus diferencias en el noble arte del mus. Entre envidos, órdagos y sorbos al gin-tonic, la conversación deriva hacia los dineros gastados y escasamente recuperados en la lotería navideña.

Cien euros, ciento cincuenta, doscientos... ¿quién da más? Amatxo maitia, eso supera de largo la clásica participación adquirida «no-vaya-a-ser-que-les-toque-a-todos-menos-a-mí-y-se-me-quede-cara-de-tonto».

Enciendo la televisión y me topo en un informativo con un reportaje sobre personal-shoppers tecnológicos, a saber, que la niña te pide el Kinect y, como a ti te suena a nombre de satélite ruso, un servicial ayudante te explica y aconseja sobre cómo fundirte la pasta. Y ahí que aparece un simpático abuelo al que su hija -a la que por deducción ya suponemos talludita y sabedora de que Olentzero ni está ni se le espera- le ha escrito en la carta cuatro letras: TV-HD.

Para entendernos, una televisión guapa-guapa con pantalla de alta definición, ésa en la que se ve que fue una polilla, y no la mano de Maradona, la que metió aquel mítico gol contra Inglaterra en el Mundial de México'86. Rumboso como él solo, el abuelo saca la cartera y no escatima, todo sea por la familia. Casi 1.000 euritos. Me voy a ofrecer en adopción, a ver si me subvenciona la suscripción a Gol TV y así no tengo que bajar al bar a ver a la Real. Se lo dejo baratito.

No he coincidido con otros clásicos como el precio de angulas, besugos y corderos, pero sí me he enterado de los 30 euros de media jugados en El Niño, donde, ya metidos en harina, se echa el resto. Hoy comienzan las rebajas, a escarbar en la hucha que siempre quedará algo.

¿Cuesta de enero? Que se lo digan a quien había tirado arrugado a la basura un boleto premiado con nueve millones de euros. Eso es chulería y lo demás tonterías. A veces me pregunto, como hacía Supertramp, «Crisis? What crisis?».