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Análisis | Atentado en Marrakech

Numerosos elementos invitan a no dar por buena la versión oficial

¿Quién puso la bomba en el café de la plaza Jamaa El-Fna? ¿Por qué los jóvenes manifestantes que reclaman una democracia real en Marruecos desconfían de lo dicho por el Gobierno? ¿Por qué hacen lo propio las fuerzas situadas en el otro extremo del abanico ideológico?

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Jose Angel ORIA

El autor aporta una serie de datos y declaraciones que animan a desconfiar de la versión dada por Rabat en torno al grave atentado del pasado jueves en una cafetería de la turística Marrakech, que causó dieciséis muertos.

Una explosión causa una tragedia en el punto turístico más importante y vigilado del país, justo cuando el régimen se veía obligado a conceder algunas reformas que están creando muchas dudas entre sus propios partidarios. El Gobierno ofrece una versión que hasta hace unos meses la mayor parte de los marroquíes hubiera dado por buena, «la pista islamista», pero esta vez no tiene el éxito de antaño.

Los islamistas piden una investigación internacional, porque son los que mejor conocen cómo se las gastan las fuerzas del rey Mohamed VI cuando nadie les vigila: a raíz de los atentados de Casablanca en 2003, miles de personas fueron detenidas, torturadas y encarceladas en procesos sin ningún tipo de garantía jurídica.

Ayer supimos que presos salafistas marroquíes se han desmarcado del atentado y piden una investigación internacional de este suceso que pretende «distraer al pueblo marroquí, que pide la ruptura con el autoritarismo y la injusticia». Ellos se consideran «los primeros afectados». «Todas las circunstancias que rodean el suceso llevan a pensar que este atentado está preparado por partes que desean impedir la investigación de los acontecimientos del 16 de mayo de 2003», en referencia a los atentados de Casablanca. Sostienen que esa investigación llevará a castigar a los responsables de las gravísimas violaciones de derechos humanos que se produjeron en Marruecos durante los últimos diez años.

El atentado, a juicio de dichos presos salafistas, tiene además como finalidad romper «la simpatía» que ha surgido entre el pueblo y los presos políticos.

Quienes más se esfuerzan por lograr que el periodismo recupere su dignidad en el país tampoco acaban de creerse la versión oficial. Uno de ellos, Rachid Nini, director del periódico más leído de Marruecos, «Al Masae», se encuentra detenido desde el día del atentado, acusado de «atentar contra la seguridad y la integridad de la nación y de los ciudadanos», según informó Reporteros Sin Fronteras (RSF). Soazig Dollet, portavoz de RSF para el Norte de Africa y Oriente Próximo, teme que se acabe condenando a Nini. ¿Por qué? Porque Nini acusó en el rotativo arabófono a los aparatos de seguridad del Estado de trabajar para agendas políticas de algunos partidos y grupos de presión, y de sacar provecho, «indirectamente», eso sí, de actos terroristas. Nini estaba poniendo el dedo en una llaga que el régimen no se puede permitir que se haga pública.

Por otro lado, los manifestantes cada vez concretan más dónde está el principal problema del país. En las movilizaciones previstas para hoy, un grupo de manifestantes tenía previsto organizar un picnic en el bosque de Temara, cerca de Rabat, donde se ubica la sede central de la policía política, conocida como DST, cuyos responsables tienen mucho que explicar en torno a las violaciones de derechos humanos que se dan, a ritmo de récord, en Marruecos. Cabe suponer que muy pocos se atreverán a participar en el acto, debido al clima creado por el atentado.

El régimen que encabeza Mohamed VI no tiene ninguna credibilidad cuando de hablar de derechos humanos se trata. Ha mantenido el apoyo de las potencias occidentales gracias a su papel de «barrera frente al islamismo», lo cual le ha servido para que las denuncias de violaciones de los derechos humanos no hayan tenido eco internacional. Hasta ahora, los torturadores del DST tenían barra libre, pero eso se podría terminar si, como ya ha ocurrido en otros países árabes también considerados «barrera antiislamista», se produce un cambio de régimen; o si las exigencias de los manifestantes, de transparencia y justicia reales, se abren paso y al rey le da por ordenar una investigación oficial que le mejore la imagen exterior a costa de sacrificar algunos peones que le han sido muy útiles, pero que ahora le resultan molestos.

En Marruecos está muy extendida la idea de que no hay forma de mover armas o explosivos dentro del país sin que se entere algún cuerpo policial. Por tanto, muchos marroquíes sostienen que cuando se produce algo como el atentado del jueves, es porque el propio régimen lo ha organizado o, al menos, no ha querido impedirlo.

Por otra parte, antecedentes muy recientes en otros países árabes nos indican que gobernantes que pasan por luchar a muerte contra el islamismo no tienen problemas para organizar sus propias matanzas. Es lo que ocurrió en la ciudad egipcia de Alejandría, donde una bomba que explotó el 1 de enero junto a la catedral causó 24 muertos. Las primeras informaciones hablaban de ataque suicida, porque se halló el cuerpo del autor en el automóvil, y nadie pareció dudarlo. Pero luego supimos que el entonces ministro de Interior, ahora entre rejas, fue quien lo preparó todo para que la masacre pareciera obra de los islamistas, de modo que el Gobierno recibiese más ayuda internacional y tuviese las manos libres para reprimir con toda su energía. La deserción de uno de los participantes desmontó la mentira. ¿No puede haber pasado otro tanto en Marrakech?

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