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«La fe cristiana suplantó el verdadero mensaje de Jesús de Nazaret»

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Gonzalo Puete Ojea

Ex diplomático

Gonzalo Puente Ojea (21 de julio de 1924, Cienfuegos, Cuba) ha sido un destacado testigo presencial de la trastienda política del Estado español. Filósofo, diplomático y estudioso de las religiones, este ilustre pensador ha editado algunos de los libros más clarificadores y críticos sobre el cristianismo. De la mano de Txalaparta nos llega su última obra, «La Cruz y la Corona; Las dos hipotecas de España».

Koldo LANDALUZE | DONOSTIA

En 1950, Gonzalo Puente Ojea se incorporó a la secretaría del Ministerio de Asuntos Exteriores. Fue cónsul adjunto en el Consulado de Marsella, cónsul en Mendoza, director de política cultural del mundo árabe en la Dirección General de Relaciones Culturales y subsecretario de primera clase en la Embajada de Atenas. Durante el Gobierno de Felípe González fue nombrado subsecretario de Asuntos Exteriores y embajador en el Vaticano; un episodio que provocó un gran revuelo debido a su ateísmo declarado.

Usted ya predicaba su ateísmo antes de ser nombrado embajador en el Vaticano.

Yo fui embajador en el Vaticano desde el año 85 hasta el 87 y mi primer libro -«Ideología e historia: la formación del cristianismo como fenómeno ideológico»- se publicó en el 74, cuando todavía vivía Franco, en plena dictadura. En ese momento había un gabinete dirigido por gentes del Opus Dei pero con cierta apertura informativa.

El ministro del Interior era un señor que se llamaba Pío Cabanillas y aportó una modificación que se denominaba `censura previa' y concernía a cualquier tipo de publicación. Esta aplicación consistía en que, si un libro no se sometía a una censura previa, cabía la posibilidad de que fuese exhibido durante quince días y si, durante ese periodo de tiempo, esa publicación no se retiraba por orden gubernativa, el libro se consolidaba y no se le aplicada ningún tipo de sanción. Es lo que ocurrió con «Ideología e historia: la formación del cristianismo como fenómeno ideológico», logró pasar la censura, a pesar de que censuraron muchos pasajes.

En este libro explicaba el surgimiento del mensaje cristiano.

Utilizando la metodología del llamado «Materialismo histórico» -una de las escuelas del marxismo-, yo explicaba la función ideológica que había desempeñado en la antigüedad el cristianismo y cómo surgió el mensaje cristiano. Lo que, en un principio, fue el mensaje de un Mesías que concretaba sus promesas en un reino mesiánico y que fracasó muriendo en la cruz por un delito de sedición, se transformó -por mediación de sus discípulos y, especialmente, por ciertos movimientos de tipo pagano-cristiano que surgieron a raíz de la muerte de Jesús- en un mensaje de victoria a base de inventar la idea de que Jesús expió voluntariamente y sacrificó su vida para redimir el pecado de los demás.

Ésa es la religión que predicó e impulsó Pablo de Tarso que era mitad judío-mitad pagano. Él alteró por completo el mensaje inicial y lo que fue un discurso fracasado, lo transformó en victorioso. En las seis epístolas auténticas del Corpus Paulino se construyó el dogma cristiano que recrea la monarquía divina, la reconversión de Jesús en hijo de Dios, lo cual no tiene nada que ver con la aventura histórica de Jesús. Estoy convencido de que Jesús de Nazaret existió, dejando a un lado los testimonios históricos, hay un hecho muy claro; no es lógico que cuatro evangelistas se peleen durante un siglo, como quien dice, para descubrir al pueblo judío que el Mesías no tenía por qué ser el vencedor, sino que podía ser sacrificado como cualquier humano. Nadie pelea o propone debates sobre algo que no existe.

¿Y en qué basa sus cimientos este mensaje?

La fe cristiana como tal no tiene solvencia puesto que es una suplantación del verdadero mensaje de aquel verdadero Jesús que fracasó, como otros mesías de su tiempo, ya que fue ajusticiado. Si se examina con detalle lo que ha permanecido de la tradición cristiana, se ve perfectamente que el tramo final, es decir, el periodo de la Pasión y muerte de Jesús, reproduce justamente los momentos de ese mensaje anunciado en el que se describe cómo iba a producirse el supuesto triunfo de la idea mesiánica con la ayuda y esperanza de que, en el momento determinante que se escenificó en el monte de los olivos, Jesús de Nazaret hubiese contado con la ayuda necesaria, espiritual y armada, de enfrentarse a los cuatrocientos soldados romanos que le arrestaron. La intervención de Dios, en ese instante preciso, es lo que hubiese justificado la divinidad del protagonista, según sus propias prédicas. Es una esperanza fallida de un milagro que no se produjo.

Todo ello deriva hacia ese punto determinante que es, para la fe cristiana, el capítulo de la resurrección.

Exactamente. Ni los cristianos, ni los primeros apóstoles contaban con esa resurrección, porque no se vivió como tal. Lo que ocurre es que los discípulos de Jesús, subyugados por la personalidad fascinante de su maestro, determinaron esta muerte gloriosa en la cruz y vieron en aquel martirio algo que ya estaba programado. En la tradición del judaísmo sinagogal, el concepto de resurrección es de origen foráneo, probablemente enraizado en mitos del periodo helenístico, y que fueron redefinidos en diversos escritos subjetivos de la tradición filosófica griega. Por tanto, es un concepto -la resurrección de los muertos- datado en los escritos del siglo II a. C. y que sólo se incorpora, por razones teológicas, a la primera producción escrita de los primeros cristianos, las cartas de Pablo, para demostrar que esa ascensión a los cielos de Jesús «probaba» su divinidad.

«Juan Carlos I me dijo que Franco era un gran caudillo»

En «La Cruz y la Corona: las dos hipotecas de España» topamos con un estudio muy detallado de esta unión y hace especial hincapié en lo que se denominó como «Transición».

Para hablar de este punto tan determinante y controvertido, era necesario hacer un análisis muy detallado de lo que ha supuesto la religión cristiana en nuestra cultura y política. El origen de todos los males que se vivieron durante aquella época, se encuentra en la gran debilidad que demostraron los partidos de la izquierda, especialmente el PSOE y el PCE. En ese sentido, siempre declaro que la Constitución de la Segunda República, en 1931, fue mucho más lúcida que la de 1978, sobre todo en lo concerniente a las relaciones entre Iglesia y Estado. En la actualidad, la Iglesia tiene los mismos privilegios de la época dictatorial, ya que, los gobiernos que se han ido sucediendo han ido ampliando los acuerdos y hoy la reforma de Zapatero lo multiplica al subir la cuota del IRPF. El aparato de la Iglesia tiene una gran financiación pública y un poder político como nunca soñó.

De esta unión surgen personajes como Rouco Varela.

Rouco Varela personifica lo más retrógrado de la Iglesia. Es un maximalista vaticanista ultramontano que quiere perpetuar los poderes legados de Gregorio VII. Sus palabras incendiarias han movilizado al electorado y la figura de Juan Pablo II despertó la sensación de que se estaba reorganizando la más pura teocracia. Al resto de la conferencia episcopal le gusta permanecer en la sombra, porque es más templada y sabe de lo que no se debe hablar.

En el libro también topamos con un episodio muy singular que usted compartió con Juan Carlos I.

Ocurrió durante mi etapa como encargado de negocios en la Embajada de Atenas, antes de que fuera nombrado Príncipe de España. Durante aquellos días tuve un contacto muy directo con él. Un día le pregunté su opinión por el sistema falangista y él me respondió que no era ningún problema, que Franco era un gran Caudillo, el propulsor de una España nueva, que su política había logrado superar todo tipo de rencores y que en sus manos el país gozaba de un gran desarrollo. Yo le pregunté si era partidario de instaurar una monarquía sin referéndum previo y él me respondió que no era necesario, que aceptaba al dictador como artífice de la resurrección de España. Su padre no tenía la misma opinión. K. L.

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