La difícil equidistancia entre las vulneraciones cercanas y las lejanas
Arantxa MANTEROLA
A menudo resulta más fácil escandalizarse o denunciar las conculcaciones de derechos humanos que se dan en países lejanos al propio que las que ocurren a dos pasos del portal de casa. Obviamente, los espeluznantes casos que año tras año -y van 50 años- saca a la luz Amnistía Internacional se merecen todas las denuncias e indignaciones del mundo. No obstante, no por ello habría que minimizar las violaciones de derechos humanos que se dan en casa.
El encomiable trabajo de los militantes de los grupos locales de AI no tiene precio pero, en lo que respecta a Euskal Herria, se topan con unos obstáculos añadidos. Y es que, al parecer, para que los casos vascos sean creíbles tienen que estar documentados jurídicamente. Un requisito que, a buen seguro, difícilmente cumplirá un detenido en Burkina Faso o un preso en los calabozos de Irán que, quizás, ni tan siquiera han tenido la asistencia de un abogado defensor de confianza.
Pero en el caso de gobiernos occidentales, supuestamente democráticos, hay que ir con pies de plomo. Hay que demostrar las vulneraciones de derechos con documentos de los propios tribunales que aceptan entregar militantes vascos a la Audiencia Nacional española en base a declaraciones obtenidas por la fuerza; con los informes de las Fiscalías que, como en el caso de Jon Anza, reconocen que «ha habido disfunciones en la investigación».
A este paso, AI y los colectivos de defensa de los derechos humanos no podrán tomarse un respiro en otros cincuenta años.