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Dabid LAZKANOITURBURU | Periodista

El Estado turco se juega su futuro en Kurdistán


La victoria, contundente y por tercera vez consecutiva, del primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, consolida la experiencia de «democracia-islamista» que gobierna en Ankara.

El AKP, mezcla de conservadurismo de bazar y osadía para liderar cambios, internos y externos, ha colocado a Turquía con derecho propio en el mapa de las potencias emergentes y autónomas.

El camino no ha sido fácil. El propio Erdogan fue encarcelado en su día por atreverse a reivindicar, a través de unos poemas otomanos, sus convicciones islamistas. Su partido, en el poder desde 2002, estuvo a punto de ser proscrito por los tribunales, uno de los posos del antiguo régimen, en 2008. Pese a ello, o quizás precisamente por ello, a Erdogan no le tembló el pulso para mandar a prisión a golpistas presuntos del Ejército y de la prensa, los otros dos poderes fácticos que hicieron y deshicieron a su antojo desde la refundación en 1923 del país por Kemal Atatturk.

Dejando a un lado fantasmas islamofóbicos, el AKP ha hecho más por la libertad en Turquía en estos años que los kemalistas en setenta.

Con una gran excepción: Kurdistán. Erdogan ha repetido los viejos esquemas represivos pero la realidad le ha devuelto el golpe como un boomerang en las elecciones. El voto kurdo ha impedido al AKP lograr una mayoría suficiente para permitirle modificar la vetusta y autoritaria Constitución de 1982.

Dicen las malas lenguas -normalmente atinadas- que Erdogan ambiciona ser presidente en 2023, centenario de la Turquía moderna.

Debería saber que el camino al Palacio de Dolmabahçe, símbolo del poder de Atatturk, pasa por Kurdistán.

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