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Europa en crisis, amenazada y sacudida por un sentimiento de injusticia y frustación

Tras más de un año de intentos inútiles de rescatar el euro, donde se han rescrito las normas, creado nuevos mecanismos y comprometidos miles de millones de euros, resulta difícil, incluso para sus más acérrimos defensores, evitar llegar a la misma conclusión: la eurozona es cualquier cosa menos un área monetaria integrada. La moneda común ensambla economías que son demasiado dispares. Por una parte, un núcleo duro liderado por Alemania que vive un boom de productividad económica y, por otra, los miembros periféricos de la Unión, enfermos y en peligro de ahogarse en el atolladero de su deuda. Un escenario ciertamente surrealista. De riesgos gigantescos y asombrosas sumas de dinero. Hasta el punto de convertirse en la mayor amenaza para el futuro del continente.

Las implicaciones de lo que está en juego con el futuro del euro escapan del mero debate económico y la disciplina fiscal. No es sólo monetaria, la crisis es también existencial y de credibilidad. El grado de polarización al que ha llegado el debate europeo es igualmente increíble entre los miembros de la Unión Europea y en el seno de las propias sociedades. En la Grecia actual, el Gobierno tiene que ser protegido de su propia ciudadanía. En Holanda o Finlandia, el populismo ultraderechista obtiene enormes ganancias sobre un terreno normalmente abonado para los partidos tradicionales. Incluso en Alemania, la canciller Merkel no tiene asegurada la mayoría parlamentaria para aprobar el segundo rescate a Grecia. En tiempos de crisis, en vez de actuar unidos, los europeos aparecen divididos,

El sentimiento de injusticia y de frustración de los ciudadanos se hace cada día más palpable, aunque no necesariamente sea portador de un mensaje de esperanza. Dependiendo de cada estado ese sentimiento se manifiesta, expresado en términos clásicos, por la «derecha» o la «izquierda». Desde aquellos países que mantienen sus finanzas en orden se preguntan por qué tienen que dar dinero a aquellos que viven «por encima de sus posibilidades». Y muchos consideran que las protestas sociales son cortinas de humo para cubrir demandas irreales. Y en los estados a los que se impone esa especie de hiperausteridad suicida, las protestas ganan en razones y en amplitud hasta dar una vuelta completa a muchos esquemas de participación y representación política, a muchos partidos y sindicatos convencionales. Esa grieta secciona ya el continente, mientras la fractura entre los estados que necesitan más y más dinero y aquellos que lo prestan se ensancha.

Quizá no siniestro, pero secreto

La UE y sus élites políticas son vistas como algo, quizá no siniestro, pero que decide todo en secreto y entre muy pocos; una realidad, de alguna manera omnipresente, pero físicamente esquiva; un poder dominante sin rostro que decide quién se convierte en rico y quién en pobre. Todo ello está generando una desafección y un agravio frente al cual cabe preguntarse: ¿Cómo se puede coger el volante y dirigir el destino para poder participar y trabajar en una Europa que se proyecta como una promesa rota? ¿Contra quién hay luchar? ¿Contra la crisis, los bancos, Europa o el capitalismo? ¿Luchar contra algo tan abstracto como la deuda, contra un número de muchísimos ceros?

La desafección en masa con las élites políticas y los partidos tradicionales está ligada al pesimismo en relación a la situación económica y a la idea de que la gobernanza se está ejerciendo en la dirección contraria a los intereses y problemas reales de la gente. Aquellos que esperan que los partidos y sindicatos de la socialdemocracia tenga un enfoque diferente y movilicen a sus bases en la defensa de los servicios públicos y la protección social se equivocan. Décadas de gestión en términos neoliberales les impiden pensar en alternativas a la austeridad. Defienden recortes «responsables», pero recortes, y profundos, al fin y al cabo. Y ello explica la derrota histórica que ha experimentado en Europa, con 23 países de los 27 gobernados por una derecha más o menos centrada o extremista.

Este proceso de cambio también amenaza la legitimidad de los estados y sus instituciones parlamentarias, de las promesas donde han sustentado el apoyo público. La ideología de la prosperidad y el bienestar, que defendía que si falla el mercado el gobierno siempre tiene preparada la red de seguridad, un mínimo de salud, educación y ayudas, está bajo un ataque sin precedentes.

Repensar, reinventar y reorganizarse

Todo esto sugiere que la izquierda no ha sabido combatir los esquemas dominantes que sustentan la austeridad. Una lucha que es finalmente por la distribución del producto social, por hacer más ricos e igualitarios a los bienes colectivos, con antagonismos que deben ser resueltos a nivel político.

Es necesario seguir construyendo y acumulando fuerza en una alternativa política creíble, que ocupe el vacío de la izquierda clásica. Los partidos de izquierda están en crisis, pero una crisis no es terminal a menos de que haya fuerzas dispuestas a explotarla.

También en Euskal Herria, resulta razonable pensar que ha llegado el momento para todos de repensar, reinventar y reorganizarse, de abajo a arriba, para transformar la política a mejor.

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