El Eurogrupo celebró ayer una cumbre apremiado por la extrema situación a la que le ha llevado la crisis de la deuda, la pública, pero también privada. Una crisis que en un principio estuvo focalizada en Grecia, luego se extendió a los países «periféricos» y que, debido a la incapacidad de los mandatarios europeos, también los no «periféricos», ha puesto en riesgo a la propia moneda única. La cita había adquirido peso en las últimas jornadas, a pesar de los intentos de Angela Merkel de restar trascendencia a sus conclusiones, o precisamente por ello.

Finalmente, una Europa que se vio a sí misma al bode del precipicio alcanzó un acuerdo para suavizar las duras condiciones del préstamo concedido a Grecia, tanto en interés como en plazo, y también respecto al segundo plan de rescate para el país heleno. Pero las propias circunstancias en las que se alcanzó el consenso le restan gran parte de su capacidad disuasoria frente a los mercados y no garantiza que a medio plazo Roma y Madrid no vuelvan a ser acosadas.

El Eurogrupo y el conjunto de la Unión Europea tienen un importante problema económico, pero es mayor su problema político, estructural, que le ha conducido a esta situación límite. Desde el estallido de la crisis, hace ya cuatro años, no ha hecho más que poner parches a los sucesivos contratiempos que le iban apareciendo en el camino y ha dejado en evidencia su fragilidad como proyecto común. Tampoco hay que pasar por alto que esta exasperante incapacidad para encontrar una salida al atolladero la han protagonizado unos ejecutivos mayoritariamente conservadores, los mismos que durante años han esgrimido, se ha visto que falsamente, una supuesta eficiencia económica como aval de gobierno. Esta crisis no se va a solucionar reestructurando hoy la deuda griega, reformando el fondo de rescate mañana, ni emitiendo eurobonos pasado, sino cuando la UE decida qué quiere ser. Y, desde luego, lo que es ahora no nos sirve a los europeos.