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Fermin Munarriz | Periodista

Democracia playera

Esta costumbre de acercarse a la orilla del mar a solazarse o a bañarse por puro placer es más reciente de lo que parece. Tiene apenas un siglo, desde que los aristócratas aprendieron a combinar los saludables baños de agua salada con el discreto encanto de la holgazanería al sol. La clase obrera no estaba entonces para estas sutilezas.

Sin embargo, con el paso del tiempo, el ejemplo del esparcimiento fue cundiendo y los arenales comenzaron a llenarse de gente. La playa se democratizó. En todos los sentidos. Llegó el bullicio de los trabajadores y de los niños perseguidos por madres gritonas. Los castos vestidos con que sumergirse en las olas en público fueron desprendiéndose de capas y de centímetros hasta llegar a lo de hoy: cuerpos al aire con apenas un trapito. O incluso sin él.

Cabría pensar que habíamos alcanzado la Arcadia feliz. La playa nos igualaba. Mostrábamos lo que somos y tenemos. Y hasta lo que nos sobra. Pura biología, pura anatomía. A simple vista era difícil reconocer al rico o al pobre, al honrado o al canalla. La arena nos reunía en un espacio de convivencia: gordos, flacas, pálidos, viejas, jóvenes, celulíticas, feos, niños, bellas, patizambos... Cada uno como es, sin signos materiales de lo que tiene o puede. Armonía. Nosotros, la toalla y el dulce arrullo del mar al atardecer. Hasta que algún cabrón empezó a llevar aparatos. Primero la sombrilla, luego los cubos para los niños, más tarde la tumbona, la nevera y hasta el radiocassette, las palas, la tele portatil, la fiambrera, la mochila técnica y ahora, también, el teléfono movil, la tienda de campaña, el ipod, el mp3 y hasta la tableta electrónica. Sin olvidar que todo exhibe ostentosamente su marca: chancletas Reebok, gafas Dolce & Gabanna, bañadores Tribord o bikinis Armani...

Adiós al estadio sublime de una simple toalla sobre la arena. Ahora basta mirar a través de tus nuevas Ray Ban de espejo para detectar por sus posesiones al potentado, al justito, a la del buen gusto, a la ordinaria, al vanguardista, al caprichoso, a la presumida, al esteta, a la deportista, al pobre de solemnidad... Sin pasar por alto el michelín de sobra de aquella, la tripa de este y las canillas del otro. Pero no todo está perdido. La playa nos sigue haciendo iguales. En lo ridículo.

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