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Amparo LASHERAS | Periodista

A ellas nadie les pidió perdón

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El 22 de julio de 1936 mi madre acababa de cumplir doce años y mi tía seis. Mi abuelo les dejó jugando en la plaza como otros días de fiesta mientras él charlaba con unos amigos en la puerta del caserío, próximo al terreno que todavía se conoce como El Limitado. El trabajo de modelista en la fábrica de Omega le llevó de Gasteiz a Otxandiano y allí se quedaron durante siete años. Aquel fue también su último trabajo. Pocas horas después del bombardeo cogió a sus hijas y huyó hacía Bilbo, donde resistieron hasta que las tropas de Franco tomaron la ciudad. Después vinieron los años de cárcel, la tuberculosis y la muerte. Mi madre y mi tía miraron los aviones que se acercaban desde el cielo y nunca imaginaron que con ellos podía venir la destrucción y ese color gris de la muerte que de pronto arrebata la memoria. «Cuando huíamos, en el río vimos muchos cadáveres y el agua se volvió roja -recordaban-. No comprendíamos lo que pasaba. Nos hicimos mayores en un instante». Pocas veces hablaron de ello, quizás porque lo que les deparó la postguerra no fue mucho mejor; hambre, miseria, el Auxilio Social, miedo a ser quienes eran... Y en medio de todo, la necesidad de sobrevivir. Mi madre murió hace dos años, mi tía en abril. En los meses de dura enfermedad que ambas sufrieron antes de decirnos adiós, las dos volvían constantemente a la realidad de aquel recuerdo, buscaban a su padre y después lloraban. En sus más de 80 años nadie les pidió perdón. Se fueron con el recuerdo amargo de unas bombas que llegaron de un cielo asesino para robarles algo más que la infancia, quizás la vida.

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