Antonio Alvarez-Solís Periodista
Los niños incendiarios
La afirmación de las autoridades inglesas de que la mayoría de los participantes en los recientes disturbios de Londres y otras ciudades inglesas son menores de edad no es, según el autor, sino un intento de restar importancia a lo que inscribe en un movimiento de indudable apariencia revolucionaria. Esos jóvenes, asegura, actúan como «tubo de escape» de un sector social que sufre las consecuencias de un sociedad que no puede ser moralmente correcta, como demuestran las dimensiones de lo sucedido en Inglaterra.
La simplicidad intelectual de la gran mayoría de políticos y demás jerarquías de poder que dirigen la gobernación actual de la sociedad promete muy poco de cara a lograr un tránsito aceptable hacia el mundo que necesitamos. Son políticos que manejan una retórica que produce directa o indirectamente superlativas perplejidades cuando no ríos de sangre. Posiblemente ese lenguaje irrisorio constituya una consecuencia fatal de la carencia de razón, y por tanto de razones, que hay en él. Creo que se puede concluir lo mismo respecto a la sangre que se está derramando. No se puede usar el lenguaje con la ligereza y la vaciedad con que se hace sin suscitar iras que se convierten en una hidra de múltiples cabezas. Pero como me resisto a pensar que todos esos políticos sean derivados de una voluntad criminal, he de pensar que estamos ante una nube de necios que oscurecen la luz del sol. Lo que no sé es si resulta peor el crimen o la necedad. Fue el Sr. Ortega y Gasset quien escribió algo muy agudo acerca de la estupidez. Decía don José que el criminal hiere a la sociedad sólo en un momento muy concreto, pero el resto de su existencia lo dedica al ejercicio de la inteligencia que ha de facilitarle, entre otras cosas, el soslayamiento de las consecuencias de su perversidad; y añadía Ortega que el tonto perjudica al colectivo social durante las veinticuatro horas, puesto que no deja de ser tonto en todo ese tiempo, con lo que el daño derivado de estas tonterías puede afectar a millones de individuos durante periodos muy dilatados. De todas formas, hay que añadir también que ahora se da una cifra muy elevada de tontos que son a la vez criminales, lo que resulta literalmente aterrador.
Y tras lo dicho, vamos a lo que se divulga en Inglaterra acerca de los alborotadores e incendiarios que actúan en el curso de un movimiento que tiene un diáfano aspecto revolucionario; aspecto inevitable, ya que las revoluciones se ven forzadas a presentarse de esa forma tan agresiva porque resulta imposible negociarlas con cortesía sobre los alfombrados institucionales. Si se me permite una modesta eutrapelia, diré que criticar a un revolucionario tan sólo por las violencias que practica en la calle viene a ser lo mismo que condenar por desagradable incontinencia diarreica a quien se le administra continuada, forzosa y habitualmente un enérgico purgante.
Las autoridades inglesas, conservadoras siempre, por supuesto, alegan para poblar el país de policías con licencia para matar que los incendiarios y alborotadores son en su mayoría menores de edad. Con ello procuran minimizar la trascendencia de tales acontecimientos al mismo tiempo que los presentan como consecuencia de una mala educación familiar, lo que persigue exonerar al Gobierno y a las instituciones de toda responsabilidad en el levantamiento popular. Mediante esta maniobra esas autoridades se autorizan a sí mismas a administrar además una represión estremecedora so pretexto de restablecer el orden, que viene a ser, muy habitualmente, esa sustancia que permite a los mejor situados domar a quienes andan alicaídos y escasos.
Sin embargo, hay que ver este asunto con una lupa más fina. Admitamos que la mayoría de manifestantes ingleses está formada por gente muy joven, incluso por menores. Cavilo que esos muchachos -cuando ya tienen dos años más se les denomina terroristas- son criaturas que no sólo viven muchas estrecheces, sino que oyen constantemente a sus mayores la amarga queja acerca del maltrato que les da la sociedad pulida y dominante. Es decir, esos jóvenes díscolos son personas audaces y desinhibidas en razón a su edad que, merced a ello, actúan como tubo de escape de un creciente sector social adulto sobre el que pesa el hambre o la escasa alimentación, la pérdida del hogar a manos de los bancos, la restricción de la medicina o la práctica de la mala medicina por escasez de medios, el deterioro de su medio por marginación permanente, la grosera escolarización masiva de sus hijos junto a los brillantes centros de enseñanza que observan un poco más allá, la inestabilidad de las ayudas públicas y la constante crítica que se hace de ellas por parte de los poderosos o simplemente a cargo de los trabajadores del sistema que se creen ya relevantes y dignos de paz y futbol por hacer pie en medio de la riada. Esto es, mientras sus mayores callan porque temen a que acaben por arrebatarles lo poco que les dan y por ello se coartan a sí mismos, esos jóvenes van cargándose de ira y, puesto que los pocos años y que no tienen nada que perder les liberan, salen a la calle y le rompen la crisma a un guardia en el que ven al enemigo y se cargan los cristales de aquellos establecimientos donde normalmente no les dejan entrar o contienen algo goloso con lo que malsueñan durante la semana pobre.
En suma, se trata de que el llamado orden se quiebra por el eslabón más débil, pero lo que resulta incuestionable es que tales explosiones están cargadas con una indignación que roe el alma a todos los seres que, tengan la edad que tengan, conforman la población agredida un año tras otro por el deleznable sistema que les atosiga. No cabe, pues, degradar moralmente la revuelta diciendo de ella que está nutrida por muchachos preñados de malas formas que entretienen su pasiva y plana existencia cometiendo las barbaridades tan livianamente juzgadas. En una sociedad moralmente correcta un movimiento tan violento no puede suceder y las alteraciones no cobran las dimensiones que han cobrado en Inglaterra. Han tenido que suceder muchas injusticias para que masas más o menos jóvenes, que eso de la edad ya constituye materia para otro análisis, se lancen a la calle a librarse de una ira nada más que suya y no de sus familias. Lo sucedido en Londres demuestra que la sociedad está dividida en dos mitades, los que viven a la sombra del poder y los que viven aplastados por el poder. Y algo así solamente puede justificarlo quien tenga el alma corrompida por el fascismo hasta tal extremo que resulte ya incapaz para hacer un mínimo análisis sobre lo que es la libertad y la justicia como bien común. La gente que vive con esperanza y en un marco realmente democrático no se levanta como una gran ola para desgarrar la calle; ni los mayores ni siquiera los jóvenes siempre alimentados por una lógica ansia de mejores horizontes. Más aún: cuando las familias cuentan con un mínimo honesto de posibilidades es cuando intentan preparar a sus hijos para una vida pacífica y constructiva. Quien sostenga lo contrario ha de examinar su propia existencia para descubrir el maldito fondo de abuso e insolidaridad que hay en ella.
A todo ser equilibrado y realmente sensible han de dolerle los sucesos que vive Inglaterra, pero lo que no hará es atribuir los dramáticos acontecimientos a una deleznable y culpable degeneración moral de los necesitados. En la sociedad los violentos suelen serlo, cuando se pronuncian en masa, por agresiones de que son objeto vilmente. Avancemos incluso un poco más en el entendimiento de la realidad y declaremos lícito preguntarnos honradamente si nuestro espíritu cumple con la obligación de apoyo social a quienes, perdido ya el inútil sentido del orden, proceden a romper el muro de silencio que les envilece y les fuerza a votar en la urna de las agresiones. A lo largo de la historia no se encuentran revoluciones con una raíz malvada o caprichosa. La gente no mata si no la acosan. Por el contrario, son múltiples las situaciones de violencia por parte del poder con el fin de proteger un edificio que no admite jamás estar asentado sobre cimientos tenebrosos. Siempre hay algo muy lóbrego que empuja al ciudadano al fuego y a la sangre.