Carlos GIL | Analista cultural
El ombligo
Desde, en, para, por, según, sobre y tras el ombligo, logramos ascender la escalera de caracol que nos asoma al campanario donde anidan los recuerdos. Unos se suben a su ego y contemplan las alturas monacales pero, si se miran al ombligo, se reducen a un sucedáneo de un complejo bacteriológico capaz de absorber el veneno del progreso. El ombligo parece ser el puesto fronterizo del yo sublimado. Con un ombligo irritado, la modernidad, sería solamente una motocicleta tartamuda impulsada por orujo de aceite. O la siesta de un páncreas octogenario oculto tras un acordeón a pedales.
Los tatuajes asoman como una expresión de personalidad cauterizada. Uno puede grabarse el código de seguridad de sus miedos, pero en cuanto Bartolo logre hacer sonar la flauta de un agujero solo, la equidistancia entre el sueño y la sobremesa se acortará de tal manera que se confundan los codos con los muelles. La modelación del cuerpo se convierte en la formalización de la renuncia a un pensamiento autóctono. Lo individual se convierte en un matiz de lo colectivo que apenas incorpora diferencia. Anodino no es un color, pero es un temor a instalarse en un estadio contemplativo en el que ese ombligo que contiene un universo microbiológico sea capaz de alimentar una estructura alternativa e inventar una filosofía o una reducción de sudores a las finas hierbas. Si le pones ritmo sale un baile al suelto, o puedes construir una instalación de arte contemporáneo para la exportación. Todo es cuestión de oportunidad o de encontrar al comisario adecuado. El resto depende de la constelación predominante y el signo del zodíaco.