El día que vi «The Deep Blue Sea» sentí una mezcla de sensaciones que me impidieron crear una opinión justa acerca de la última película de Terence Davies. Teniendo en cuenta además la cantidad de imágenes e historias que estos días pasan por nuestras miradas, tuve la sensación de estar algo saturada de ficción, incapaz de reflexionar.

Decidí entonces saborearla poco a poco, reparando en las huellas que sus escenas habían dejado en mi memoria. Alejada, como me decía un compañero, de «las historias de ladrillo», el filme es tan sumamente sofisticado que a priori nos distancia de su profundamente trabajado tema: el amor. Davies nos habla de cómo la pasión puede destruir y construir a la vez, de cómo nos sumerge en estados emocionales incontrolables, en una especie de locura agridulce que en algunos casos nos complica la existencia. El de Liverpool realiza un precioso y turbador ensayo sobre el arte de crear una atmósfera única entre dos actores, un universo de emociones y sentimientos construidos a través de sus miradas, de sus silencios. Tom Hiddleston (un encanto, por cierto) y Rachel Weisz exhiben una complicidad envidiable en cada secuencia y consiguen que su trabajo vaya más allá de la gran pantalla. Pocos artistas tienen la capacidad de contar historias de amor con la densidad y la belleza con la que lo ha hecho Davies. Su cinta esta tan lejos y tan cerca de la realidad que, por momentos, se nos hace dolorosa, profundamente triste, la hacemos nuestra. Más nuestra aún después de poder conversar con el entrañable director y conocer sus razones...