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Josu Iraeta | Escritor

Un país corrupto

Un importante sector de nuestra sociedad, con formación suficiente para observar, analizar y llegar a conclusiones certeras de la situación, de lo que está ocurriendo y lo que se presume puede llegar, parece levitar, aparentemente ajeno a su entorno, a la sociedad de la que es parte importante. Sinceramente, tengo la esperanza -no la convicción- de que se sumen, de que dejen de ser espectadores en el naufragio general de valores en el que nos vemos sumidos desde hace mucho, muchísimo tiempo.

También amenazados por un futuro manifiestamente sombrío, que me induce a recordar aquel tan laureado y eficaz «Gran Mercado Unico» hasta no hace mucho panacea de todos los bienes.

Hoy, ante el evidente desmantelamiento gradual del poder del Estado y de sus instituciones socio-sindicales, fruto inequívoco de la cruel y victoriosa ofensiva del «mercado» y la especulación financiera incontrolada e incontrolable, opino que nos estamos aproximando de manera inquietante a la «década de los treinta» del pasado siglo.

No podemos negarlo, somos parte de un universo entregado al credo intangible del enriquecimiento, la competitividad y la satisfacción individual.

Hoy, los herederos del ultraliberalismo, la mundialización y el Mercado Global, artífices y gestores del desastre actual, persisten «todavía» ofreciéndose para lograr el fin de nuestras desdichas. Para ello y ante la incredulidad de sus víctimas, mantienen su discurso; es necesaria la multiplicación de los bienes de consumo, la modernización y la mayor fluidez de los circuitos de distribución de riqueza.

Esto que nos ofrecen, hace imprescindible el mayor desarrollo de las posibilidades «creadoras» del poder financiero, tecnológico e industrial de las élites, lo que supone desembarazarse de las trabas del proteccionismo, del costo insoportable de los programas de ayuda social, y de las leyes «caducas» respecto a la seguridad del empleo. Esta política claramente sujeta a las normas del FMI, se manifiesta en la eliminación progresiva de los derechos sociales adquiridos por los trabajadores.

Ya citado el Fondo Monetario Internacional (FMI), creo conveniente recordar que es una institución creada a raíz de la quiebra salvaje experimentada en los años treinta del pasado siglo, que fue impulsada por varias decenas de países y que sus objetivos son -eran- combatir y evitar los métodos que generan las depresiones financieras y la erradicación de la pobreza. Ante la cruda realidad y fracaso evidente, opino que cabe cuestionar el éxito de su larga andadura, pero también quiero citar el hecho de que entre sus responsables, quien más haya destacado lo haya sido por tener el cerebro ubicado en la bragueta. No es sólo una anécdota.

Volviendo a las diversas élites que componen el famoso y repugnante «mercado», continúan afirmando que para crear nuevo empleo hay que liberalizar más la actual regulación del mismo, favorecer la competitividad de la industria mediante el libre despido, la deslocalización y el flujo de capitales sin restricciones.

Ya lo ven, se aproximan tiempos duros, muy duros. La gran mayoría de la sociedad deberá seguir reduciendo su nivel de vida y apretarse más el cinturón. Una vez más nos encontramos ante la necesidad de ofrendar el modesto status social adquirido durante muchos años de lucha, en nombre del glorioso «supermercado único» de mañana.

Soy consciente de que la salida debe ser muy estructurada y que un sector de la sociedad, por importante que fuera su peso específico, no será determinante, pero, el acojonamiento y silencio de numerosos intelectuales ante esta sucesión de verdaderas catástrofes sociales, unido a su incapacidad de analizarlas sin recurrir a esquemas simplistas que apestan a pesebre, son -en mi opinión- no sólo denunciables, creo que algo más merecen. No debiera extrañar pues, que esta actitud pasota y vergonzante sea recibida con aplauso en el ámbito intelectual de la extrema derecha vasca y española.

No es fácil, máxime conociendo la composición de algunos «medios de difusión», pero creo que debiera observarse con detenimiento y regular el mensaje del consumismo a ultranza -inculcado valor supremo de las élites- difundido por medio de las cadenas de televisión a millones de hogares, adormeciendo cualquier posibilidad de respuesta articulada.

Lamento decirlo pero, creo firmemente en la depredación -uniformemente acelerada- y el envilecimiento de una gran parte de esta sociedad sin criterios. Tampoco quiero olvidar que el refugio en la ética individual no es suficiente. No es suficiente porque no permite «por sí sólo» la elaboración de una estrategia articulada de resistencia y enfrentamiento, ante la barbaridad que se aproxima.

Están consiguiendo que vayamos licuando la realidad y la noción de lo que es trascendente de nuestro propio horizonte como personas, como individuos. Nos alejan del progreso y la utopía puramente humanos.

Esto viene de lejos, no es fruto de un día, tampoco de una ni dos legislaturas, de uno u otro gobierno, es mucho más profundo. Se está dando una metamorfosis escalonada de la sociedad en el Estado español, incluidos nosotros, los vascos.

A pesar de cómo vendemos las bondades de nuestro tejido industrial, las nuevas tecnologías que se emplean y de la buena formación técnica de nuestra juventud -parte de la cual está aprendiendo alemán en cursos intensivos- no podemos negar que somos parte de los países pobres, eso sí, integrados en el nuevo circuito de distribución de bienes y capitales, pero víctimas directas, con muchos miles de familias en situación precaria y un creciente sector de indignados ciudadanos socialmente desprotegido.

Ante el «cambio» que se presume, vuelven a utilizar el miedo como arma política ante una sociedad que observa con incredulidad los cantos de sirena del nacionalismo español extremo, el de los «cristianos viejos», hábiles vendedores del populismo demagógico.

La ideología nacional extrema personificada y liderada en el Estado español por individuos como José María Aznar, Mariano Rajoy o Jaime Mayor Oreja -por citar algunos de los más conocidos- portadores de valores retrógrados, puede perfectamente ser definida como fascista. El nacional populismo hoy emergente de las ruinas de un socialismo que «antaño» representaban PC y PSOE, es en mi opinión, fruto de la desposesión social, del patriotismo frustrado y de una sensación generalizada entre la mayoría de los españoles, de traición y abandono.

Ya no queda mucho y no parece que nadie tenga capacidad para corregir el rumbo, y lo que es peor, ni siquiera para aceptar que es erróneo. Porque, ¿qué valor puede conceder nadie a un supuesto «socialismo democrático» cuando sus propios dirigentes están empeñados en vaciarlo de todo contenido, sometiéndose sin sonrojo alguno a la «infalible racionalidad» económica del sistema ultraliberal?

A pesar de la evidente prolongación del franquismo en que vivimos, siempre he tenido la suerte de elegir mis amigos. Permítanme terminar recordando a uno de ellos, quizá el mejor que haya tenido nunca, del que desgraciadamente no disfruto ya de su amistad, ni veo navegar como solía. Pues bien, estoy convencido de que si estuviera hoy entre nosotros, absolutamente serio y cabreado, hubiera dicho: No se puede esperar otra cosa de un país corrupto, son una banda de cabrones. Pues eso.

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