La apuesta que algunas instituciones han hecho por macroproyectos de dudosa rentabilidad social y enorme gasto económico lleva siendo denunciada desde hace años por diversos agentes políticos y sociales, pero esa política, promovida por aquellos que durante mucho tiempo han manejado el entramado institucional de este país, resulta especialmente sangrante en un contexto económico marcado por la crisis. Cuando servicios básicos están siendo desmantelados o corren riesgo de serlo, el despilfarro que constituyen algunas inversiones públicas es inadmisible.

Los millones dilapidados en obras con gran contestación social, como el Tren de Alta Velocidad, o que van en contra del sentido común, como algunos puertos y aeropuertos, se cuentan por miles, y lo más preocupante es constatar que los responsables no tienen intención alguna de parar esta sangría. Aun cuando no les queda más remedio que admitir que el coste real de esos proyectos superará con creces lo presupuestado, como hizo la semana pasada la delegada del Gobierno español en Nafarroa, Elma Sáiz, en relación a las obras del TAV, la consigna es mantener una apuesta que enriquecerá a unos pocos, los adjudicatarios de las obras, pero que empobrecerá al conjunto de la sociedad.

El derroche, sin embargo, no se da sólo en el caso de macroproyectos faraónicos, sino que es también patente en propuestas locales de menor entidad pero que son capaces de condicionar completamente los presupuestos de un municipio. En este sentido, el cambio de gobierno que se ha producido en muchas localidades vascas tras las elecciones del 22 de mayo ha dejado al descubierto que algunas corporaciones han vivido por encima de sus posibilidades, y que lo han hecho además siguiendo criterio económicos muy discutibles. La creencia extendida entre muchos mandatarios de que el dinero público es de quien lo gestiona o, peor aún, que no es de nadie, está en el origen de una situación a la que ahora toca dar la vuelta y tratar de arreglar.