El final de la Unión Soviética en diciembre de 1991, los días que conmovieron al mundo
Si la Revolución de Octubre conmovió al mundo, en palabras del cronista de la época Jon Reed, el final hoy hace 20 años de su gigante criatura política, la URSS, no dejó indiferente a nadie. Con esta crónica que repasa los principales sucesos que se vivieron en el convulso año de 1991, rematado con un mes de diciembre que resultó definitivo, GARA da inicio a una serie que analiza la actualidad de las repúblicas que conformaron en su día al gigante soviético. Un gigante con pies de barro.
Dabid LAZKANOITURBURU
El 25 de diciembre de 1991, un cariacontecido Mijail Gorbachov anuncia ante las cámaras de televisión su dimisión como presidente de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Mientras firma su renuncia, la bandera roja con la hoz y el martillo es arriada en el Kremlin, siendo sustituida por la bandera tricolor de la Federación Rusa.
Culmina así un proceso, el de la disolución de la estructura política más colosal (en tamaño) y decisiva en la historia del siglo XX. Un proceso sobre cuyo origen existen fuertes discrepancias entre los analistas pero que se acelerará inexorablemente en la segunda mitad de 1991, de la mano del fallido golpe de Estado de agosto y tras el triunfo total del entonces político en ascenso, Boris Yeltsin, sobre Gorbachov y su intento de reforma gradual del sistema para evitar su a la postre inevitable implosión.
Nacimiento de la URSS
69 años antes, el 30 de diciembre de 1922, nacía oficialmente la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, imponía sus tesis con la firma de un Tratado de la Unión que, respetando oficialmente el principio del derecho de autodeterminación defendido por el líder de la revolución bolchevique, subrayaba sobre el papel la voluntariedad en la incorporación por parte de cada una de las repúblicas y reconocía, también expresamente, su derecho a la secesión.
El acta de nacimiento de la URSS estará marcada por la guerra civil (1918-1921) -fomentada por las potencias coloniales extranjeras- que siguió al triunfo en 1917 de la Revolución de Octubre. Y desde su mismo inicio y configuración estará condicionada por pulsiones favorables al histórico dominio ruso.
Stalin, quien un año después y tras la prematura muerte de Lenin comienza a cimentar el que será su omnímodo poder, había defendido en los debates, y desde su premisa del «socialismo en un sólo país», la simple anexión a Rusia de Ucrania, Bielorrusia y las tres repúblicas caucásicas, eso sí, reconociéndoles cierto grado de autonomía.
Su idea, derrotada en el seno del partido, será la que se impondrá a la postre y extenderá el dominio del centro ruso a las otras 14 repúblicas federadas de Europa y Asia y a las veinte repúblicas autónomas, la mayoría de ellas integrantes de la República Socialista federativa de Rusia.
No obstante, y frente a quienes ponen la atención en la perversión del sistema que supuso el estalinismo y su influencia letal en la deriva y posterior desaparición de la URSS, no faltan los que atisban ya en su misma génesis, o incluso durante los días de la Revolución de Octubre, las razones del fracaso del ingente proyecto de creación del nuevo hombre soviético y de su superestructura política, la URSS.
Destacan, los defensores de esta tesis, la centralización del poder en torno al partido a través del vaciamiento del poder inicial de los soviets, la burocratización y la traición, desde sus inicios, de los ideales revolucionarios y libertadores que guiaron al pueblo ruso a llevar adelante uno de los más grandes intentos de transformación social que ha conocido la historia de la Humanidad.
Al margen de debates y atribución de responsabilidades a unos u a otros, tampoco cabe duda de que la corta historia de la URSS seguirá la estela de las viejas reclamaciones territoriales de la Rusia de los Zares, lo que resulta evidente a la luz de las anexiones por la fuerza y en plena II Guerra Mundial, de las tres repúblicas bálticas, o de la extensión del poder moscovita hasta las repúblicas de Asia Central, escenario histórico del Gran Juego entre las potencias ya desde el siglo XIX y zona considerada de expansión vital del zarismo.
De vuelta al pasado más reciente, los nostálgicos sitúan el inicio del final de la URSS en la Perestroika, proceso de reforma y apertura (Glasnost) del sistema, iniciado en 1985 tras la llegada a la secretaría general del Partido Comnunista de la Unión Soviética (PCUS) de Gorbachov.
Este joven apparatchik, oriundo de la región suroccidental de Stavropol, compromete al país en un vasto programa reformista para intentar reflotar una economía a la deriva y para sacar al país de una aventura militar, en Afganistán, que supone la primera y a la postre definitiva derrota del hasta entonces invicto Ejército Rojo.
Desembarco de Yeltsin en Moscú
Gorbachov pilotará en 1989 el brusco final de las pretensiones geopolíticas de la URSS en Europa Central, con el agrietamiento del Telón de Acero entre Hungría y Austria, el desmoronamiento, uno a uno y en efecto dominó, de los regímenes de las llamadas democracias populares, incluida Polonia, y la caída el 9 de diciembre del Muro de Berlín y la ejecución del estalinista dirigente rumano Nicolae Ceauscescu.
Pero a pesar de que sea él quien arrostrará finalmente con las consecuencias, y la impopularidad, de la liquidación sin contrapartida alguna por parte de Occidente del anillo de seguridad que componen los «aliados» del Pacto de Varsovia, Gorbachov no estará solo en esos primeros años.
A su lado, otro dirigente comunista, Boris Yeltsin, es un ferviente defensor de las reformas tras su desembarco en Moscú procedente de los Urales (Sverdlosk). Y la lucha por el poder entre ambos será decisiva y supondrá, al fin y a la postre, el desmembramiento final de la URSS.
La idea de Gorbachov pasa por soltar lastre, ideológico y geopolítico, para intentar salvar a la URSS como proyecto político unitario. Yeltsin, como se verá desde el divorcio entre ambos en 1987, tiene otros planes. Desde la tribuna del Parlamento soviético, el que será primer presidente de la Federación Rusa trata de socavar el poder de Gobachov exigiendo un mayor ritmo a las reformas y criticando sus intentos de contemporizar con los sectores más inmovilistas -o asustados- por la deriva vertiginosa de los acontecimientos.
Serán estos sectores los que, en agosto de 1991 y tras protagonizar un intento de golpe de Estado, acelerarán con su fracaso el final de la URSS.
Fallido golpe de Estado
El año no ha podido empezar peor para ellos. Tras lograr que Gorbachov de marcha atrás en un proyecto de introducción de la llamada economía de mercado, las declaraciones de independencia se suceden en cascada. Georgia y Lituania son pioneras en estos anuncios y de nada servirán en enero los 14 muertos en las calles de Vilna en un operativo de las tropas especiales del KGB. Los conflictos étnicos se extienden como la pólvora en el Cáucaso y en Asia Central.
Cada vez más solo -el ministro de Exteriores y uno de los pilares de la Perestroika, Eduard Shevardnadze, había dimitido en diciembre-, Gorbachov ultima un proyecto de reforma del Tratado de la Unión de 1922 con Ucrania y Bielorrusia como aliados naturales y con la promesa de mayor autonomía a las repúblicas federadas en Rusia.
El 19 de agosto, los moscovitas se despiertan sobresaltados con la presencia de cientos de carros de combate en las calles de la capital. Un comité para el Estado de Urgencia, dirigido por varios de los ministros de fuerza soviéticos, anuncia que ha tomado el poder en sustitución de un Gorbachov «impedido por razones de salud».
Una delegación de los ocho hombres que componen este comité, formado entre otros por los ministros de Defensa e Interior, Dimitri Yazov y Boris Pugo, y por el jefe del KGB, Vladimir Kriutchkov, viaja hasta la residencia de Crimea donde descansa Gorbachov y le piden que dé marcha atrás en sus planes de reforma. Este último responde con evasivas -quizás ya consciente de que, triunfe o fracase el golpe, su suerte está echada- y queda aislado del mundo con su esposa Raissa y su familia.
Los golpistas muestran desde el inicio del golpe una total y hasta sorprendente falta de determinación. Ni siquiera ordenan detener a Yeltsin, quien, ya como presidente electo de Rusia se pone frente a las protestas contra el golpe. La asonada no dura ni dos días. Tres civiles morirán aplastados por un carro cuando da marcha atrás entre dificultades de visión provocadas por la multitud.
Yeltsin se apresura a enviar una delegación encargada de rescatar a Gorbachov de su aislamiento y llevarlo a Moscú. El todavía presidente de la URSS duda en subirse al avión. Finalmente accede y Yeltsin se presenta como el paladín de su liberación.
Horas más tarde, el propio Yeltsin se lo «agradecerá» impulsando en el Parlamento la puesta fuera de la ley del PCUS. Gorbachov es ya un cadáver político y Yeltsin acabará indultando a los golpistas. Tiene mucho que agradecerles.
8 de diciembre de 1991. Yeltsin se reúne con su homólogo ucraniano, Leonid Kravchuk, y con el jefe del Parlamento bielorruso, Stanislav Shushkevich, en la residencia bielorrusa de Belovezhye, construida, paradojas, por el ex presidente Nikita Jruschov. El mismo Jruschov que impulsó un proceso de desestalinización de la URSS que es considerado el penúltimo intento -el último sería la Perestroika- de reformar el sistema para mantenerlo.
Yeltsin se impone
Entre una copa de champán y otra, Yeltsin impone su autoridad y sus métodos estalinianos y encarga a su equipo que redacte en una hora un «documento bien escrito» que certifique el final de la URSS. El propio Kravchuk, quien días antes había impuesto su tesis independentista en el referéndum del 1 de diciembre, se mostró dubitativo.
Gorbachov, conocedor de esta reunión -el presidente de Kazajistán, Nursultan Nazarbayev, había sido invitado pero decidió hacer escala en Moscú y quedarse con el todavía presidente de la Unión Soviética- muestra nuevamente uno de sus rasgos definitorios, el de la indecisión, y se niega a arrestar a los conjurados en este nuevo golpe.
Tras lograr que firmaran el texto de denuncia del Tratado de la Unión y el alternativo de creación de la Comunidad de Estados Independientes, Yeltsin decide llamar directamente al entonces presidente de Estados Unidos, George Bush padre. Sólo después autoriza a que se llame al directamente concernido. Gorbachov monta en cólera. «Pero ¿qué habéis hecho?», pregunta. Yeltsin responde acusándole de pensar sólo en sí mismo y le promete que «ya resolveremos su situación de alguna manera».
17 días después, Gorbachov formaliza su renuncia. Su sueño de reforma de la URSS yace en el basurero de la historia. Yeltsin, quien cuenta con todos los parabienes de Occidente, comienza a jugar -y a hacer negocios- con sus despojos.