Antonio Alvarez-Solís Periodista
La máscara de hierro
La pena de prisión permanente revisable, anunciada por el nuevo ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, sirve al autor para construir el artículo. Tras remarcar la adulteración del lenguaje, arremete contra ese proyecto de ley por basarse en algo tan «variable y nebuloso» como la alarma social. El periodista considera que estas iniciativas sueldan la llave del futuro a la mano de la clase dominante y cierran la puerta de tal modo que la práctica de la libertad se torna en aventura, con posibilidad cotidiana, que acaba en «el dolor, la sangre o la prisión.»
Se atribuye al conde de Romanones, don Alvaro de Figueroa y Torres, la frase pícara con que puso en berlina la legislación arborescente e ininteligible con que muchos parlamentos soslayan la obligación de dictar leyes concretas y en el menor número posible a fin de que la ciudadanía pueda intervenir en su gestión, entienda los textos y confíe en su recta aplicación. Dijo el conde: «Dejemos que ellos hagan las leyes mientras me permitan a mí redactar los reglamentos». «Ellos» eran los legisladores descomedidos que multiplican su tarea normativa con daño para su aplicabilidad. Legisladores de normas inconsecuentes que solo aspiran a un vacío aplauso social, agravando la actual incapacidad intelectual de ciertas capas ciudadanas que tienen respecto a las ideas la misma forma de aproximación que el canario que canta tras escuchar la campanilla que le ponen en la jaula.
Pero veamos a qué viene el abultado párrafo anterior. El nuevo ministro del Justicia, Sr. Gallardón, acaba de anunciar la modificación del Código Penal para introducir en su texto algo tan vaporoso como la «pena de prisión permanente revisable». Empecemos por la adulteración del lenguaje. Esa pena que propone el ministro no es «permanente» sino «perpetua», lo que ya emite un olor desagradable a castigo medieval por lo que tiene de desprecio a la cualidad humana del penado. Solo faltaría además que a la cadena perpetua se le acompañara el añadido de disimular la humanidad del penado dentro de una máscara de hierro a fin de completar su abandono social.
Sigamos con lo de «revisable» ¿Por qué dar solemnidad de novedad lingüística y penal a lo que antes se contenía sencillamente en la práctica del indulto? Pues por una única razón según se me alcanza: porque el Sr. Gallardón teme a la barbaridad del adjetivo de «perpetua» respecto a la pena y con lo de «revisable» introduce un vago rasgo de humanidad en la flagrante crueldad de la nueva iniciativa penitenciaria. Pero ¿quién revisará y como revisará? Llegados aquí reflexionemos sobre la frase de Romanones. Me temo que revisará la monstruosa pena quien sea dueño del reglamento de aplicación de la condena, lo que determinará un juego de intereses políticos o personales que puede destrozar la vida de un condenado o, por el contrario, dejará su condena en nada aunque sea reo de una particular severidad.
Y ahora añadamos otro extremo que al parecer va a presidir la redacción de esta innovación penitenciaria. Dice el ministro Sr. Gallardón que la pena de «prisión permanente revisable» será establecida para «supuestos muy restringidos» que supongan una «gran alarma social» ¿Qué supuestos? Sería vital conocerlos, lo que seguramente hará el Gobierno cuando redacte al proyecto de ley modificatorio del código. Pero algo me avisa que esos supuestos van a ser confusos, ya que han de basarse en algo tan variable y nebuloso como la «alarma social» ¿En qué consiste la alarma social? ¿Se trata de un estado emocional colectivo? Ojo con que sea así, pues la justicia no ha de conmoverse sino razonar con la debida prudencia, contando con que en esa prudencia ha de contenerse una determinada filantropía que alcance tanto a la víctima del delito como al delincuente. Filantropía o amor al género humano, pues ¿qué juez merece tal título si no juzga animado por esa alta virtud?
Sigamos con el análisis del concepto de «alarma social». Idea, repito, muy tenue. En la sociedad lo que a unos alarma a otros no les alborota en ningún sentido. Para algunos una acción determinada incluso puede sonarles a heroica, a necesaria, a benéfica, posiblemente a resultado lógico de algo. En cambio esa misma acción es recibida con aversión por otro sector social, que se alarma ante ella. El concepto de alarma es especioso moralmente hablando y depende de la postura o creencias que tenga el alarmado. Yo preguntaría al Sr. Gallardón «¿normalmente qué le alarma a usted?»; seguramente y en muchos escenarios lo que no me alarma a mí o, tirando más allá el sedal, lo que a mí me produce tranquilidad o esperanza. Todo depende de que uno sea progresista o no, fascista o no, liberal o no.
Estamos, pues, ante un proyecto de ley que únicamente cabe justificar ante hechos que el Gobierno de que se trate califique de alarmantes. Supongo que el Sr. Gallardón quiere atraerse la adhesión, por ejemplo, de los sevillanos que se alarman ante la pobreza de la acción policial y judicial respecto a las pobres medidas que se hayan adoptado ante el asesinato de esa pobre niña sevillana, Marta, cuyo cuerpo aún no ha sido hallado. O ante otros sucesos de este calibre que han puesto en la calle vibrantemente a núcleos de ciudadanía. Pero ¿acaso si lo que produce alarma social por su volumen y profundidad son determinaciones o hechos políticos que impiden con violencia la libertad de un pueblo podrá imponerse por un tribunal la pena de «prisión permanente revisable» a los que han actuado tan dañinamente? Esos hechos alarman a mucha gente ¿Si la modificación legal que se propone hacer ahora el Gobierno de Madrid hubiera estado ya vigente en aquellos tristes días serviría esa «pena perpetua revisable» ante las muertes de Vitoria en el año 1976, que tanta alarma social produjeron? No sé; el juez hubiera tenido que determinar si eran alarmantes o no. Lo grave de este concepto de «alarma» es que resulta veleidoso.
En cualquier caso, y aparte suposiciones, lo cierto es que el sistema liberal burgués llevaba a estas alturas cerca de doscientos años introduciendo normas de razón moral y de madurez jurídica en la legislación para liberarla del furor de los jueces reales y del asalto de las pasiones circunstanciales. Y he aquí que el Sr. Gallardón aprovecha su ministerio para retrotraernos al espíritu de unas épocas que creíamos superadas mediante la democracia y otras exigencias nobles. O sea, que ese espíritu diabólico sigue activo y, como dicen del demonio, está a la espera de que las naciones y los individuos bajen la guardia y se entreguen en brazos del absolutismo ahora renovado en tantas esferas de la vida colectiva.
Mal, muy mal, Sr. Gallardón. No sé con quién estudió usted leyes, pero a buen seguro tuvo profesores por el estilo de Carl Schmitt, que acabó concibiendo un Estado en que el poder se razonaba a sí mismo mediante la dialéctica del amigo y el enemigo hasta edificar teorías que inevitablemente condujeron al nazismo. Precisamente el nazismo fue una de las ideologías que más usó el contenido de la alarma social para poner baldaquino a los tribunales, imbuidos ya de preocupaciones estatales y dedicados de hoz y coz a la protección del «amigo» schmittiano cuya existencia justificaba la acción política.
Lo que me preocupa como ciudadano frente a este tipo de iniciativas es que sueldan la llave del futuro a la mano de la clase o capa dominante y cierran la puerta de tal modo que la práctica de la libertad se torna, con posibilidad cotidiana, en una aventura que acaba en el dolor, la sangre o la prisión.
En lo penal debe predominar el principio restrictivo respecto a la sanción aplicable por dos razones suficientes para ser adoptadas: porque la cárcel no contribuye en muchas ocasiones, manejada con esa dureza, más que a convertir la acción punible en permanente ira de respuesta por parte del castigado y porque la duración del encarcelamiento destruye de tal forma al penado que transforma en monstruo al que castiga. Creo, además, que el endurecimiento carcelario no pretende rehabilitación alguna sino que persigue imbuir el temor a comportarse libre y soberanamente en el ciudadano que está aparentemente libre. Franco sabía esto perfectamente.