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Carlos GIL | Analista cultural

Ambigüedad

 

En algunos pensamientos ligeros sobre el arte se ha considerado la ambigüedad como un valor. Otros aseveran que hay que tomar partido, significarse, no sembrar dudas. Del panfleto al manifiesto hay un tramo intelectual y formal que es donde anida lo artístico más allá de la celebridad. Si se acepta que la realidad es una apreciación subconsciente de los acontecimientos, la ambigüedad no puede ser otra cosa que una apuesta bifocal. Las apariencias no engañan a nadie más que a quien aparenta ser engañado.

Los lienzos que nos muestran obras de arte incuestionables mantiene rastros de bocetos de otras intentonas previas. Una mano de intención sobre otra mano de invención. Un trabajo sobre otro trabajo. A nadie le guía la mano los querubines, ni los arcángeles transmiten las obras completas, cada autor debe escribir sintagma a sintagma su apreciación vulnerable de una verdad sentida o escuchada. En ese viaje de ida y vuelta, no caben bifurcaciones que no lleven a la obra, al soneto, la doble pirueta con patada a la luna o la canción desperada, sin ambages, para la exaltación o la denuncia. El resto es marketing y funcionalidad. Un sustrato de apósitos que cuando se desbordan tapan lo único importante.

Uno de los primeros movimientos vanguardista del siglo pasado, el futurismo, se cruzó y hasta solapó con el fascismo. No era una ambigüedad, era una opción, una confusión. Sucede en momentos de graves crisis económicas, sociales, políticas y culturales, que es cuando las dudas pesan más que las certidumbres. Cualquier atisbo de solución total se acepta sin reflexión. Y en el arte todo sabe a viejo cuando no es nuevo o novísimo.

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