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Alfonso Sastre | Dramaturgo

Las ayudas del azar

En este artículo relato brevemente la verdadera historia de un hecho, referido a acontecimientos que ocurrieron ahora hace cincuenta años -y que pudo no ocurrir; y que sin embargo ocurrió- y de qué manera fue. El marco histórico de este hecho fueron las llamadas «huelgas de Asturias» de 1962, que empezaron en el mes de abril de aquel año, y que a mediados de mayo fueron objeto de una gran manifestación de mujeres en la Puerta del Sol de Madrid, en protesta por el silencio informativo que las acompañaba. A partir de aquella manifestación empezaron a alcanzar aquellas huelgas la gran notoriedad que luego han tenido, pero solo a mediados de octubre le llegaron a quien esto escribe algunas informaciones precisas sobre lo que estaba ocurriendo y que acabaría cristalizando en un gran hecho social y político, cuyo desarrollo tuvo estos momentos claves:

30 de septiembre: Primera carta de intelectuales al ministro franquista Fraga Iribarne, con 102 firmas.

2 de octubre: Carta de adhesiones a nuestra carta.

3 de octubre: Respuesta del ministro, negando los hechos denunciados en ella.

6 de octubre: Respuesta personal de José Bergamín al ministro.

Mediados de octubre: Carta de un grupo de asturianos en apoyo de nuestra carta.

30 de octubre: Carta sobre este tema de «falangistas de izquierda» al ministro Solís Ruiz.

31 de octubre: Segunda carta de intelectuales al ministro Fraga, con 188 firmas.

Durante ese tiempo se recibieron muchos testimonios de solidaridad con los mineros asturianos y de apoyo a los firmantes de nuestras cartas, procedentes del extranjero.

El 12 de noviembre hubo una segunda carta de Fraga, reafirmándose en su cerril negación de los hechos.

Después, el 28 de octubre de 1963, hubo una carta importante de presos de la Prisión de Burgos y otra solidaria de sacerdotes vascos a los Padres Conciliares.

Valga todo esto como somero resumen de aquellos acontecimientos, que extendieron su alcance a distintos lugares de la Península, y viene a cuento de que, con motivo de los cincuenta años de aquellos relevantes acontecimientos, el Programa «Documentos TV» de TVE2 acaba de recordarlos bajo el título de «La huelga del silencio», un título que resulta equívoco dada la gran resonancia de lo que ocurrió durante aquellos meses, si bien es cierto que no fueron precedidas de una preparación propagandística por parte de los huelguistas que, en principio, en silencio, fueron unos pocos picadores que, inopinadamente, produjeron un mar de solidaridad. La realidad es que la dictadura trató de silenciarlas, y que llegó a decretar un estado de excepción en Asturias y en el País Vasco, y que el ministro de Información (!) Fraga Iribarne puso todo su empeño y la fuerza bruta de que disponía en imponer ese silencio, que ya fue imposible, pues los hechos rompieron todas las barreras de la represión, y, desde entonces, fueron manifiestos y memorables.

Venga ahora mi propio relato. El caso es que el azar quiso que yo fuera a Asturias por aquellos días (y a eso me he referido con el título de este artículo), y ello me permite aportar hoy a la memoria histórica algunos datos de menor calibre pero de cierto interés sobre aquella gran marea social y política. Al hablar de azar me refiero, pues, a que yo fui a Asturias a otra cosa y me encontré con aquello -un mundo de torturas policíacas y de heroísmo obrero- de la siguiente manera.

Se celebraba en Gijón un encuentro sobre teatro y yo asistía invitado a él por colegas míos cuando me asaltó el duro y a la par estimulante relato de lo que estaba sucediendo en las minas y en las comisarías: las huelgas en aquellas y las torturas en estas, siendo lo más impresionante para mí que una mujer, con lágrimas en los ojos, dijo la siguiente frase, que contenía un infinito reproche: «¡Asturias está sola!». Hablando entonces muy inquieto con amigos asturianos (y ya no de teatro), pude hacerlo con mi buen amigo el pintor Eduardo Úrculo, que conocía bien el estado de las cosas, y que me prometió enviarme a Madrid unos datos concretos sobre algunos casos de torturas a los mineros y a sus mujeres, que los apoyaban en su lucha. Efectivamente, vuelto a Madrid, recibí una lista que di a conocer a mis amigos comunistas con la propuesta de hacer una denuncia de aquella situación de sufrimiento y de gran pasión por la verdad y la justicia; y propuse el arranque de una acción de protesta intelectual pública.

No era fácil y hasta pareció imposible conseguirla, porque quienes estábamos dispuestos a hacerlo no gozábamos de la notoriedad suficiente para cubrirnos algo de la represión. Y quienes gozaban de esa notoriedad -académicos, catedráticos...- no estaban dispuestos a aceptar ese compromiso. Incluso críticos del régimen como Aranguren, a quien en vano traté de convencer señalándole que en nuestro borrador, que había escrito Juan García Hortelano, nosotros no afirmábamos que aquellos datos fueran ciertos, sino que pedíamos al Ministro de Información, precisamente, que se abriera una investigación sobre ellos. Desalentados, estuvimos a punto de abandonar nuestro propósito, cuando yo recibí una nueva visita de la casualidad, la cual nos sacó del apuro en la figura de un escritor de Barcelona, José María Castellet, buen amigo que venía a visitarnos a Eva y a mí ya no recuerdo ahora para qué y se encontró con aquel borrador maldito; y entonces -ahí las ayudas del azar- lo encontró tan interesante que nos prometió gestionar su firma por grandes escritores catalanes, como Salvador Espriú. Como así fue, y el proyecto se pudo poner en marcha.

Yo no me había atrevido hasta entonces a proponerle su firma a nuestro grande y admirado amigo José Bergamín, porque, recientemente regresado de su exilio, no quería ponerlo en aquel trance, pero, ya con firmas ilustres en el bolsillo, nos decidimos a visitarle para hablarle del tema, y ocurrió lo que era de temer (y también que desear): que a mi propuesta de que leyera la carta antes de tomar una decisión sobre ella, contestó con las siguientes firmes palabras: «Desde luego voy a leerla, pero antes decidme dónde debo firmar». El azar se presentó entonces también, pero ahora negativamente, en las siguientes palabras de nuestro acompañante el novelista Angel María de Lera, que le dijo señalándole el primer lugar de las firmas: «Usted aquí, maestro». Así lo hizo él sin dudarlo un instante y de esa manera se puso en su contra una grave persecución en los medios, en los que se le acusaba de estar siempre vendido al «oro de Moscú» -poco menos que de ser un agente pagado por el Kremlin-, lo que lo obligaría a refugiarse en una Embajada y a tomar secretamente un avión en Barajas, protegido por dos funcionarios, hacia su segundo exilio.

La represión contra los firmantes también se cebó, aunque en menor escala, en muchos de ellos, y todos fuimos interrogados por un juez, a quien ocultamos el origen del documento, que hoy ha quedado aquí decididamente desvelado.

Entre la prensa que nos atacaba se destacó mucho un periódico que se titulaba «El Español», y que decía grandes ferocidades, sobre todo por la pluma de Ángel Ruiz Ayúcar, que además creo que era oficial de la Guardia Civil. El dibujante Máximo colaboraba en aquel periódico y estoy seguro de que él recordará aquel período con desagrado.

La gran figura de aquellos días fue sin duda José Bergamín, que hoy por fin «descansa en guerra» (él, igual que su maestro Jesucristo, «no había venido a traer la paz») en el cementerio de Hondarribia, en cuya tumba siempre hay flores frescas, aunque donde él realmente está es en los cielos de nuestra memoria.

No quisiera tampoco olvidar a figuras admirables como la del catalán Pere Quart (Joan Oliver). Ni comportamientos odiosos como lo fue el del filósofo José Luis Aranguren, que nos puso unas condiciones miserables -que ahora no hacen al caso- para encabezar nuestra segunda carta, o sea, para continuar aquella lucha contra la infamia que personificaba Fraga Iribarne, un gran fascista, hoy fallecido entre los elogios de los actuales gobernantes del Reino de España.

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