Antonio Alvarez-Solís Periodista
Con sabor a coco
«Los Sres. Otegi y Díez Usabiaga no son el coco, pero tienen su sapidez», afirma el autor que echa mano de la analogía con las etiquetas de los yogures para valorar una sentencia «farragosa, inconcreta y trivial». Analiza el voto particular del magistrado Alberto Jorge, que califica de brillante. Critica la «maldita confusión» de unos magistrados que condenan en base a indicios por gestionar pacíficamente el soberanismo. Muestra su adhesión a Otegi y llama a «abrir su celda» para que la paz y la libertad constituyan el camino a seguir.
La sentencia sobre el caso Bateragune me recuerda la declaración que las empresas fabricantes de yogures hacen en sus etiquetas. En esas etiquetas advierten los fabricantes del lácteo que se trata de un producto «con sabor a coco». No se atreven a asegurar, evidentemente, que el consumidor esté en presencia de un lácteo que contenga la fruta. Sólo se trata del sabor. Es decir, según la sentencia, farragosa, inconcreta, trivial y embrollada, los Sres. Otegi y Díez Usabiaga no son el coco, pero tienen su sapidez. O lo que es lo mismo, que no puede considerárseles como dirigentes de la organización armada vasca, pero la acompañan en sus propósitos ideológicos de cambiar la vida euskaldun elevándola a un rango soberano.
En vista de ello, les recortan algo el periodo de prisión para demostrar que los magistrados no están donde estaban, pero que, sin embargo, no se mueven del sitio anterior. Hablo de tres de los cinco magistrados, porque hay jueces que no quieren tiznar su toga con un discurso forense absolutamente penetrado del amaño político del Gobierno y de la elemental postura de quienes dirigen las asociaciones de víctimas del terrorismo, convertidas en un poder político autogenerado.
Acerca de esta última aseveración dirijo la atención del lector hacia la frase del obispo emérito de Donostia, monseñor Uriarte, cuando afirma de estas agrupaciones que «no les corresponde tener un peso decisivo en la política pacificadora, ni en las determinaciones de la judicatura, ni deben inhibir con presiones indebidas los movimientos del Gobierno que puedan favorecer la reconciliación». Porque parece evidente que se trata de la reconciliación de ópticas, ya que se ha de perseguir, para restablecer el paso de la historia, el «desvelar los hechos, todos los hechos lamentables, los que lo son no solo para nosotros sino también para los otros». Dejo aquí al obispo, de los que siempre se aprende algo, como dijo Lagartijo el Grande al prelado de Córdoba que preguntaba al torero si el lance de la «Verónica» no tendría algo que ver con la exposición al Cristo agónico del sagrado lienzo por parte de la santa mujer, y prosigo con la inasumible sentencia del Tribunal Supremo.
Para ello tomaré de guía al lúcido magistrado don Alberto Jorge, que ha presentado un brillante voto particular en que pide la absolución de los procesados con argumentos que no solo defienden su inocencia, sino que tratan de restaurar la sustancia del prudente Derecho Penal que elaboró la vieja burguesía en tiempos en que esta burguesía liberal no había sido devorada por los feroces neoliberales adiestrados por el fascismo. Hablo de un Derecho Penal que certificó el conde Cesare Becaria hace ahora algo más de doscientos años. Doy esta suerte de detalles no para que se me apunte entre los viejos lectores de la ciencia de las leyes, sino para subrayar el extremo de corrupción científica y moral a que ha llegado el saber jurídico y de la que se libera el Sr. Jorge en su brillante exposición forense. Muchas gracias, Señoría, y a ver si cunde esto tan claro y honesto.
Hay algo que hace de la sentencia dictada un puro légamo normativo. Es la tozudez con que se confunde una postura ideológica con un suceso material punible, al menos con el código en la mano. El hecho de que coincida una propuesta ideológica con la que guía al que empuña las armas -y no entro en la delicada disquisición sobre por qué las empuña el tal, como hacen los que justifican el criminal levantamiento franquista del 36- no puede jamás convertir en delincuente al indebidamente justiciado. Y la sentencia de que trato es un revoltijo de aseveraciones condenatorias que convierten automáticamente al independentista en elemento impulsor del hecho armado. El lío aumenta colosalmente cuando la rebaja del tiempo de prisión se fundamenta en que el Sr. Otegi es un miembro de ETA, pero que no la dirige, con lo que puede acusársele, al parecer, de participante colectivo en acciones armadas, lo que destroza la vieja norma penal de que los autores de un hecho tal han de ser determinados como personas físicas concretas, como inductores de las mismas o como cooperadores necesarios. Pero ¿cómo va a ser inductor o cooperador necesario un abertzale que reclama la acción estrictamente política para sus seguidores y solicita todos los días el cese de la violencia en ambos bandos?
Para salir de esta maldita confusión los magistrados que confirman la condena alegan algo prodigioso: que el Sr. Otegi no es dirigente de ETA, pero que pertenece a la misma, ya que trató de resucitar Batasuna en su día, lo que le implica en una acción penalizable, puesto que Batasuna fue declarada ilegal. En resumen, que los magistrados que absuelven de parte de la pena al acusado construyen un pasadizo por el que empujan al Sr. Otegi hacia una zona en que se mezclan Batasuna, ETA, los actos armados y una serie de cosas, como el independentismo, que ponen muy nerviosos al PP, al PSOE y al mismo PNV; zona en la que rehogan con el aderezo de la delincuencia al dirigente abertzale dedicado a gestionar muy pacíficamente el soberanismo a que aspira una masa muy crecida de vascos. Es decir, el Sr. Otegi no es el coco pero, según el tribunal, tiene su sabor.
La cuestión es que al Sr. Otegi hay que retenerlo en la cárcel para evitar que esté en la Lehendakaritza, ahora que está a punto de quedar vacante. Mas ¿cómo se consigue ese encarcelamiento? Con pruebas indiciarias, sin considerar que el indicio únicamente sirve para abrir las puertas de la investigación, pero no constituye nunca una prueba. Es más, el magistrado Sr. Jorge afirma que más valor que los indicios tienen los contraindicios, ya que al menos estos últimos introducen una duda razonable para exculpar al justiciable. Lo dice la máxima garantista del «in dubio, pro reo». Un indicio sin convertirse en prueba cierta solo puede convencer a un guardia civil, pero nunca a un juez.
Ahora bien, convertir un indicio en prueba cierta necesita algo más, por ejemplo, que el recurso al lenguaje. Coincidir en el lenguaje no equivale, como se hace, a trasformar una idea en un tiro. Coincidir en ideas políticas, sociales o económicas con alguien participante en lucha armada no es lo mismo que protagonizar esa lucha. Coincidir no es lo mismo que ser. Esa forma de actuar es la propia de un guardia civil o de un policía a los que ahora proclaman en Madrid como la columna vertebral de la nación, sin tener en cuenta que ya Ortega y Gasset avisó sobre la España invertebrada, lo que facilita una pista sobre el desastre permanente de esta nación.
Yo me siento muy obligado al Sr. Jorge por su ardoroso intento de recuperar viejos dorados de la justicia. Y envío mi adhesión al Sr. Otegi por defender, como un sano cortador de troncos, la libertad eficaz de pensamiento. Pero acerca de este último punto, unas pocas palabras sobre la prisión de la que podría salir si funcionase el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Se trata del creciente número de casos en que la libertad política madura en una prisión. Muchos dirigentes de la nueva democracia han salido de una celda. Si no fuera enredar con el recurso a textos sagrados, y entrar en una espesa discusión con los ateos, a los que tanto respeto, diría que realmente son bienaventurados los perseguidos por la justicia.
En cualquier caso, el Sr. Otegi ha pasado por la prueba de esa justicia y ha mantenido su palabra de paz y libertad en la celda. Ahora hay que abrir esa celda para que paz y libertad constituyan el camino a seguir. Una paz que no consista solo en un fin de semana electoral. Y una libertad que no acabe en el pequeño papel del voto. Se trata de un deseo moral, porque lo que necesitamos no es más política, sino más moral. Pero esto hay que hablarlo.