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«La perplejidad es uno de los grandes motores del ser humano»

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Alfredo Sanzol

Autor y director teatral

El premio Max al mejor autor en castellano por «Días estupendos» terminó hace un mes de afianzar a Alfredo Sanzol como uno de los dramaturgos más sólidos del actual panorama escénico. Este fin de semana el autor navarro desembarca en Donostia con «En la luna», su último y celebrado montaje, una visión llena de perplejidad sobre los años de la Transición.

Jaime IGLESIAS | DONOSTIA

En ese montaje, como en todas sus obras anteriores, la memoria juega un papel clave.

Creo que la memoria individual está en la base del trabajo de todo creador. Pero en mi caso, es cierto que estas se forjan a partir de mis primeros recuerdos, recuerdos que aparecen mezclados con los sueños y que como tal no reflejan un universo real en un sentido estricto, sino surreal, donde también hay espacio para lo que otros te han contado, historias que, de un modo u otro quedan incorporadas a tu imaginario.

Esa memoria individual que no sé si entra en confrontación con lo que se ha dado en llamar memoria histórica o si, por el contrario, se nutre de la misma.

La memoria histórica es aquella que pertenece a la generación de nuestros abuelos y que ha estado secuestrada por el poder político en su versión oficial. Por eso recordar es una tarea colectiva, al margen de un ejercicio de libertad muy saludable. Cuando escribo una obra me sirvo de esos recuerdos particulares para evocar aquellas emociones y sentimientos que pertenecen a toda una sociedad. El público se reconoce en ellos.

Muchos han dicho que «En la luna» es tu texto más político ¿compartes esa apreciación?

Creo que todo mi teatro es político en tanto refleja mi experiencia como ciudadano. No contemplo una diferencia entre lo privado y lo público tan acusada como la que se nos fuerza a asumir desde los ámbitos de poder.

Sus montajes anteriores estaban ambientados en un espacio y en un momento indeterminados mientras que en este hay referencias claras a los años de la Transición.

Yo la primera imagen de la que tengo memoria es el entierro de Franco retransmitido por televisión. Por una parte, se trata de un hecho histórico muy concreto pero por otro no es una imagen que proceda de la realidad vivida sino que la recibí de la tele. Dado que esta obra pretendía hablar de eso, de los primeros recuerdos y la mezcla de emociones que asumimos a través de ellos, no pude sustraerme de esa imagen. Aparte que mi generación vivió todo el meollo de aquellos años en plena niñez con lo cual, para bien o para mal, nos marcó.

¿Esto justificaría esa mirada de perplejidad casi infantil desde la que se evocan en la obra aquellos años?

Pienso que la perplejidad es uno de los grandes motores del ser humano, a través de ella se despierta nuestro deseo de conocer, de experimentar, que es un rasgo eminentemente infantil que, sin embargo, mantenemos durante nuestra etapa adulta. Ahora mismo, por ejemplo, estamos inmersos en una realidad que no acertamos a entender, nos hablan de la prima de riesgo y de otros conceptos que sacan a relucir toda nuestra ingenuidad ante cosas que se nos escapan por completo.

Así, un título como «En la luna» adquiere todo su sentido.

Me gusta empezar la escritura de mis obras por los títulos, y en esta ocasión lo tuve bastante claro. Estar en la luna te permite escapar a un cierto tipo de lógica, mirarlo todo con perspectiva. Al mismo tiempo se trata de un territorio donde conviven sin dificultad lo real y lo onírico, lo imaginado y lo vivido.

¿Qué le aporta como dramaturgo estructurar sus obras en sketchs?

Mi percepción de la realidad es bastante fragmentada y como tal cuando articulo una obra la estructuro como un mosaico, de múltiples episodios. Cada uno de ellos refleja una vivencia, un recuerdo. El reto es que al final todas esas historias juntas generen un efecto de unidad, una sensación inequívoca en el espectador de haberse visto envuelto por una atmósfera muy concreta. Al mismo tiempo me permite capacidad de síntesis.

Con el premio Max y «En la luna» ¿vive un momento dulce?

Cuando te dedicas a hacer aquello que te gusta y encima recibes el favor de los espectadores y de tus compañeros no puedes sentirte mal. Pero lo importante para mí es continuar en esta línea de trabajo, en el esfuerzo del día a día. Porque los premios lucen mucho pero lo que hay detrás es un trabajo en soledad en el que siempre te asaltan dudas.

Hay quien le sitúa en el centro de una generación de dramaturgos que están renovando el medio teatral, ¿siente afinidad generacional?

No tengo perspectiva para responder, pero como simple espectador creo que hay gente, de mi edad, que está haciendo cosas muy interesantes con las que disfruto mucho.

¿Qué espera de Donostia?

La obra crea en el espectador una reacción muy intensa, está estructurada desde el humor pero con contrastes; es un tobogán emocional para que el público donostiarra baje y disfrute.

 
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