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Elecciones presidenciales en Egipto

Guerra de posiciones entre islam y viejo régimen

Con el proceso constitucional totalmente bloqueado y con un poder militar que desoye al Parlamento elegido hace seis meses, las elecciones presidenciales egipcias se presentan como un nuevo pulso entre el viejo régimen y el emergente islamismo político.

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Dabid LAZKANOITURBURU

Es un día maravilloso para Egipto. Ojalá mi madre y mi abuela pudieran estar aquí para poder votar conmigo». Nehmedo Abdel Hadi, una mujer de 46 años que porta el niqab (velo integral) se expresaba así ayer tras votar en El Cairo.

Su entusiasmo es compartido, aunque con matices, por buena parte de la población egipcia, llamada a votar entre ayer y hoy en la primera vuelta de las elecciones presidenciales. 15 meses después de la caída del rais, Hosni Mubarak, el hecho de que los egipcios puedan votar para elegir presidente es un innegable avance en términos democráticos, tan incontestable como las sombras que acechan al futuro de Egipto.

Y es que, paradojas de la revolución, las elecciones presidenciales han dejado al margen a los que fueron los primeros protagonistas del levantamiento que, en enero y febrero de 2011, tomó el testigo de la Kashba tunecina: los jóvenes activistas, que se enfrentaron a la Policía y resistieron hasta la muerte en la histórica Plaza Tahrir.

Tan es así que las elecciones, que tendrán una casi seguramente obligada segunda vuelta el 16 y el 17 de junio. son cosa de dos -o si se quiere, de cuatro-: dos candidatos islamistas versus otros tantos representantes del viejo régimen, léase los militares.

La cuestión no es nueva y nos remite a los últimos días de Mubarak en el poder. El todopoderoso Ejército egipcio, verdadero poder en la sombra, decidió que la suerte del rais estaba echada y lo envió a su exilio en el Sinaí. Se apresuró a secuestrar la revolución y a intentar pilotar una transición ordenada y saludada por EEUU, inquieto ante el riesgo de un vuelco total que podría refundar el país árabe más poblado e históricamente más importante y devolverlo al primer plano internacional, poniendo patas arriba Oriente Medio y, sobre todo, a Israel.

Desde entonces, el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFA) es el verdadero poder en Egipto, en una especie de reedición histórica de los sultanes mamelucos que rigieron la vida del país durante siglos. Y va por descontado que los militares no están dispuestos a ceder el poder.

El Egipto postMubarak cuenta con un segundo factor -si se quiere, el primero- decisivo y tampoco novedoso: la popularidad del islam político, liderado, aunque no en exclusiva, por los Hermanos Musulmanes (HM). Esta cofradía, que vio precisamente la luz en Egipto, ha estado presente en toda su reciente historia. Y, tras salir trasquilada en su enfrentamiento abierto con el coronel Gamal Abdel Nasser tras su llegada al poder en 1954 -lo que le costó decenios de persecución y cárcel para sus dirigentes- se ha caracterizado por un pragmatismo que, por un lado, es genético -el islamismo no es revolucionario ni en lo social ni en lo económico-, y por otro, le ha servido para llegar en primera línea política a la actualidad.

Ello quedó en evidencia en las elecciones legislativas celebradas entre finales de 2011 y principios de 2012, en las que los Hermanos Musulmanes fueron la fuerza más votada con un 47% de escaños. Si le sumamos la segunda posición (25%) del movimiento salafista de Nur y el voto a otras formaciones islamistas tenemos que esta opción recibió cuatro de cada cinco votos emitidos.

Esas mismas elecciones dejaron claro, sin embargo, que el voto islamista dista de ser homogéneo. El salafismo, más igualitarista en lo socioeconómico, tiene su fuerza entre los sectores más empobrecidos

Las discrepancias son a su vez evidentes en el seno de los Hermanos Musulmanes. Ya durante la revolución, las juventudes de la Cofradía se alinearon codo con codo con los jóvenes revolucionarios, sobrepasando por la izquierda a una vieja guardia dispuesta a contemporizar con tal de llegar al poder.

Estas divisiones están en el origen de la concurrencia en las presidenciales de dos candidatos islamistas, el oficial, Mohamed Mursi; y Abdulmoneim Abul Futuh, quien contaría con apoyos entre los sectores más combativos y heterodoxos del islamismo, incluidos los salafistas. Ello no es óbice para que esté a su vez bien considerado más allá de los círculos islamistas, incluso entre los liberales, izquierdistas y en parte de la minoría copta (cristianos, 10%).

Un pulso creciente

La convulsa situación egipcia de los últimos meses ha provocado un confuso escenario de colusión y de coincidencia de intereses entre los distintos actores políticos.

Durante los primeros meses, los sectores izquierdistas y liberales hicieron causa común con los militares y mostraron su recelo ante la emergencia del islamismo. No dudaron en pedir un retraso de las elecciones -aduciendo que los islamistas contaban con la ventaja de estar perfectamente organizados- y los Hermanos Musulmanes sufrieron grandes presiones para que no se presentaran en todas las circunscipciones en las legislativas. Este consejo recordaba a la época de Mubarak, cuando los islamistas se veían obligados a colar solo algunos candidatos para evitar las iras del régimen.

Desoida la invitación, y tras su rotundo triunfo electoral, llegó la hora de las componendas entre los militares y los HM.

El objetivo de los primeros siempre ha sido el mismo. Mantener su posición preminente -controlan hasta el 35% de la economía del país-, asegurarse la inmunidad por su pasado como el baluarte del viejo régimen y, finalmente, conservar su primacía estratégica en cuanto a la definición de la política internacional de Egipto -el «acuerdo de paz» con Israel y la dependencia respecto a Washington son la misma cara de la moneda-. Las negociaciones con los HM en torno a estas líneas rojas fueron en paralelo con el pulso de la mayoría parlamentaria islamista, que exigió que el Ejército les reconociera su derecho a formar un nuevo gobierno y que maniobró para hacer valer sus escaños para lograr la mayoría en el llamado Comité encargado de redactar la futura Constitución. Los militares se negaron -en este último aspecto volvieron a contar con el apoyo de los sectores liberales e izquierdistas, temerosos de la implantación de la Sharia como ley constitucional-. Las negociaciones se rompieron y los islamistas respondieron rechazando las pretensiones del Ejército de eternizarse como poder fáctico.

Guerra de candidaturas

La ruptura del diálogo derivó en la decisión de los HM de incumplir su promesa inicial y presentar un candidato para las presidenciales, concretamente a su hombre fuerte, el empresario Jairat el-Shater. La apuesta era fuerte y podía derivar, en caso de victoria, en una concentración de poderes (legislativo y ejecutivo) en manos de los islamistas.

El Ejército respondió entonces con una maniobra de distracción y dando luego un puñetazo en la mesa. Presentó primero, y para escándalo de los egipcios, al actual vicepresidente y jefe de los servicios e inteligencia de Mubarak, Omar Suleiman, como candidato. Y, en un segundo movimiento, invalidó tanto esta candidatura como la del islamista el-Shater y, de paso, la del candidato salafista Hazem Salah Abu Ismail.

Los militares descabezaban así a las dos formaciones más votadas en las legislativas y forzaban a los Hermanos Musulmanes a presentar a un candidato de segunda fila, Mursi, cuyas únicas posibilidades residen en la fortaleza e implantación en todo el territorio nacional del movimiento.

Y, lo que es más importante, dos candidatos del viejo régimen (fulul, como despectivamente les llaman los egipcios) pasaban el corte. Ahmad Shafiq, último primer ministro de Mubarak, aspira a lograr el apoyo de los sectores empresariales ligados al viejo régimen, así como a los seguidores, que los hay, de Mubarak. Sus últimos guiños tienen como destinatarios a los que añoran los viejos tiempos de estabilidad basada en el miedo y los coptos, minoría cristiana ancestral que teme la emergencia del islam.

El segundo candidato fulul, el exsecretario general de la Liga Árabe Amr Musa, trata de vender su experiencia -y su crédito en Occidente- para ocultar que fue ministro de Exteriores de Mubarak.

Pocas dudas hay de que tanto estos dos últimos como Futuh son los candidatos preferidos -o considerados menos malos- por el establishment, tanto nacional como internacional. Pero la nula fe en las encuestas en Egipto y el hecho de que se computan hasta un tercio de indecisos hace que cualquier resultado sea previsible. Tampoco se puede obviar la posibilidad de un fraude electoral.

Lo que está claro es que el pulso entre viejo régimen e islamismo político persistirá. Una guerra de posiciones que mantiene detenido el reloj de las aspiraciones que el pueblo egipcio mostró al derrocar a Mubarak y de cuyo desenlace depende que la truncada revolución egipcia tome finalmente aire, mida el terreno de juego y aspire, finalmente, a triunfar.

INDECISOS

Ninguna encuesta augura a favorito alguno más porcentaje de votos que el de los indecisos, que alcanzan el 33%. Muchos analistas coinciden en que esto podría beneficiar al candidato oficial de los Hermanos Musulmanes, Morsi.

fantasmas

Shafiq, quien fuera jefe del Estado Mayor del Ejército del Aire en tiempos de Mubarak, alertó de «enormes problemas» en caso de victoria islamista y tildó de «error» el apoyo de los egipcios a estas opciones en las legislativas.

coptos

En Chobra, un barrio cairota donde vive una importante población copta, los electores votan por Shafiq. Y lo hacen conscientes de que fue ministro de Mubarak, el mismo que les discriminaba. Todo sea por impedir el triunfo islamista.

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