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Iñaki Egaña | Historiador

La mayoría sindical

El empuje de la sociedad a lo largo de su historia reciente ha convertido al espacio político vasco en un modelo especial dentro del sistema democrático europeo (burgués). Los partidos políticos han sido, habitualmente, el referente social, en ese desempeño de funciones en los que la participación electoral pasa por ser el mecanismo prácticamente único de ejercicio democrático.

Estos partidos tuvieron, no hay que olvidarlo, su origen en la eclosión de una sociedad industrial hoy profundamente modificada y convertida, en gran parte, en una sociedad de servicios. De la misma manera, el sindicalismo, apareció en un magma que hoy, 100 o 50 años después, ha sufrido una gran transformación.

La experiencia vasca nos ha mostrado una sociedad dinámica, lejos de los comportamientos habituales de las similares en su entorno cercano, con unos códigos de conducta que no se mueven en los parámetros capitalistas modernos, tanto en su génesis como en su oposición. No somos, sin embargo, el ombligo de la reflexión, pero sí conformamos un espacio comunitario que no tiene parangón en Europa.

Habitualmente, la especulación sobre esta cuestión se ha trasladado a un punto de inflexión, localizado en los últimos años del franquismo, y a la existencia, hecho insólito, de una organización que practicaba la violencia revolucionaria como elemento de presión política.

El hecho de un conflicto violento, de carácter prolongado, habría modificado los escenarios habituales, tanto de una dictadura como de una democracia (en la que dos grandes bloques, PP y PSOE, servirían a un mismo interés), alterando las vías de trabajo y desarrollo que, sin violencia, habrían sido otras. En la teoría.

Por ello se justificaría, entre centenares de ejemplos posibles, el apoyo a la guerra sucia, la tortura o las redes tan tenebrosas como Gladio, incluso rompiendo la disciplina de voto en Estrasburgo (los socialistas españoles antes españoles que socialistas), o el apoyo a una transición vergonzosa a la que incluso se sumaron los comunistas hispanos.

Discrepo de esta sensación general de que el huevo fue antes que la gallina. Fue precisamente una sociedad tan dinámica como la vasca, con una voluntad de cambio tan fuerte y con un sentimiento de comunidad tan arraigado, la que hizo posible el surgimiento de ETA. Que podría haber tenido otro diseño. Pero circunstancias (liberación de Cuba, derrota yanqui en Vietnam o levantamiento en la casbah argelina) provocaron que la herramienta para el cambio fuera un Movimiento de Liberación y no, por ejemplo, un sindicato (como lo fue en la Polonia prePerestroika).

La magnitud del enemigo, y del adversario político que se alió con sus movimientos, provocó también un terremoto en el escenario. El particularismo vasco ha sido notorio. Y no voy a enfrascarme en una descripción a la que recurro una y otra vez, la de los grupos de presión y su actitud en el conflicto, sino a una de las partes que alguien considera subsidiaria y que, desde mi opinión, es justamente lo contrario. En estos tiempos que corren, el sindicalismo es, por naturaleza, un movimiento tremendamente político. Más que nunca.

No hay que ser un lince para constatar, precisamente, que un país (España) con cinco millones de parados (la mitad jóvenes), el mayor índice de Europa, dos rescates a cuestas y un 20% de su población rebasando los límites de pobreza, debe su paz social al clientelismo sindical. A la «despolitización» de sus élites, transmitida a todos sus aparatos, para perpetuar el interés gremial por encima del general, lo que en definitiva nos conduce a la primacía de lo privado sobre lo público.

La particularidad vasca proviene de lejos, también en este escenario. Las mayorías sindicales españolas, clientelistas, son hegemónicas en las llamadas nacionalidades periféricas peninsulares, también en Catalunya (aunque a diferencia de sus homónimas vascas son catalanistas). Euskal Herria, su franja peninsular, es la excepción. A pesar de que en sus orígenes, la génesis del sindicalismo hispano no anarquista (UGT, USO y CCOO) se dio entre nosotros, en especial desde Bizkaia.

El sindicalismo vasco bajo el paraguas de ELA evolucionó desde los postulados católicos, como el partido que lo sustentaba (PNV), hasta posiciones de clase, anticapitalistas. Rompió con sus orígenes y pasó un desierto a finales de los años 70, por influencia precisamente de lo viejo y de lo nuevo, por reacción y contracción. ELA fue convirtiéndose en lo que hoy es porque, desde sus años traumáticos (más de cinco corrientes se disputaban su nombre), tuvo a su izquierda a un sindicato como LAB que marcaba posiciones estratégicas y políticas claramente definidas. Probablemente acumulando interpretaciones erróneas (ambos), pero, a fin de cuentas, abriendo camino.

No hay que pasar por alto que en las primeras elecciones sindicales de la era moderna (hace poco más de 30 años), UGT fue el sindicato mayoritario de los trabajadores y trabajadoras vascas. Aquella escena es hoy solo historia y, como es sabido, ha dejado paso a ELA en la cúspide de la representación sindical. Junto a LAB, fuerza predominante en los sectores más combativos, en la mayoría sindical de nuestro país.

La evolución de ELA fue, fundamental- mente, política. Su proceso pasó desde la aceptación del proyecto autonomista y la división territorial, con matizaciones en lo político, hasta la apuesta soberanista y de profundización de la política reivindicativa. Este cambio lo fue por la constatación de la ineficacia del Estatuto de Autonomía para favorecer un marco autónomo de las relaciones laborales. La escasa eficacia de las políticas de los gobiernos autónomos desde 1986 hasta 1998 forzaron a una convergencia política del sindicalismo de referencia vasca.

Y así, la función de ELA como fuerza socio-laboral y también política, provocó el acercamiento de posturas entre las dos principales expresiones del sindicalismo vasco, ELA y LAB. Un acercamiento que arrastró también a STEE-EILAS, EHNE, ESK, e Hiru. Unión que conformaría la denominada mayoría sindical vasca.

Una convergencia empujada precisamente por el agotamiento del modelo autonómico. Así que el acuerdo de 1993 sobre reindustrialización suscrito por ELA y LAB (con apoyo de CCOO al principio), representaría no tanto un encuentro puntual sino el despegue de una estrategia de alcance sindical y política que definiría el sujeto de la clase trabajadora vasca como protagonista del cambio. Esa convergencia sería puente entre el autonomismo y el rupturismo político que hasta los años 90 había carecido precisamente de transversalidad.

En septiembre de 1998 la mayoría política, social y sindical vasca, suscribió el Acuerdo de Lizarra-Garazi. ELA hizo este recorrido en un tiempo en el que ETA actuaba para modificar el escenario. Hasta 2007, en el que la reflexión sobre la apuesta soberanista, a la que ELA había aportado un bagaje importante, llevó a que ETA reconsiderara su protagonismo y, finalmente anunciara, el pasado año, el fin del «ciclo armado».

Y es aquí, en este capítulo al que, nuevamente lo recuerdo, ELA ha contribuido, donde el sindicato histórico echa marcha atrás. Como si le invadiera el vértigo. Las declaraciones recientes de su secretario general señalando que «no existe otro camino para la defensa de los intereses de clase que la interpelación no subordinada a la política», me han sorprendido. Muchísimo. No soy nadie para reprochar. Solo es una reflexión.

ELA es una pieza necesaria e imprescindible para el futuro soberanista. No firmó el Acuerdo de Gernika, como tampoco ha dado esos pasos que hace diez años ofreció precisamente en un escenario más adverso. Y ahora lo ha hecho probablemente por cuestión de protagonismo político (o ausencia del mismo). Por temor a perder espacio.

Si es así no sería una buena noticia para nuestro país. La sociedad vasca es la que carga sus herramientas para alcanzar sus objetivos y para mantener su cohesión. Estos instrumen- tos no pueden ser un fin en sí mismo, como en alguna ocasión lo fueron incluso en la izquierda abertzale. Un proyecto soberanista necesita de una mayoría sindical implicada desde sus entrañas. Porque ese proyecto es, asimismo, una propuesta anticapitalista.

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