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Iñaki Egaña | Historiador

Al camarada Iosif Vissarionovich Urkullu

Hay un recurso en el mundo de la derecha autonomista vasca que se repite desde hace ya varias décadas, indepen- dientemente de las formas en las que se escenifique el conflic- to. El recurso es tan antiguo y manido que su utilización despren- de, al margen de un fuerte olor a naftalina, un eco asimismo vetusto sobre quien lo usa.

En el contexto del acuerdo de resucitar el muerto de Ajuria Enea (PNV, PSOE y PP), repetido en las diputaciones de Araba y Bizkaia, en Kutxabank, en los discursos sobre la crisis y las reformas y, sobre todo, en la coincidencia por entender la política como un medio clientelista, el presidente jeltzale, candidato a la Lehendakaritza, ha comparado los métodos de Bildu con los de Iosif Stalin, el ogro por excelencia del siglo XX, junto a Hitler.

Desde los tiempos en los que el partido (jeltzale) era dominado por Antón Irala, Juan Ajuriagerra, Julio Jauregi y compañía, el fantasma del comunismo ha sido uno de los ejes centrales aireado para denostar a quienes no eran de batzoki y misa dominical. Todavía hace unas semanas, el expresidente de BBK Xabier Irala, en una semblanza de su padre Antón, agente de la CIA y espía yankee en lugares tan lejanos como China, llamaba a ETA «organización marxista-leninista».

La descalificación de la izquierda abertzale como «esbirros de Moscú», perdió enteros cuando se derrumbó el Muro de Berlín. Aún así, y para continuar la línea de sus maestros, la frase de Urkullu ha venido a sustituir a las ocurrencias del habitual azote anticomunista (hoy retirado en un foro de «unos once»), José Antonio Rekondo, estrella mediática gracias a su comparación de los soberanistas vascos con las huestes del albanés Enver Hoxha, el no va más en la interpretación más ortodoxa del comunismo.

Semejantes necedades no son únicamente atribuibles a los michelines jeltzales, curtidos en seminarios donde el sentimiento más progresista es depositar unas monedas en la hucha de la cuestación del Domund, sino también a resentidos de la política local como Odón Elorza, el donostiarra que comparó a sus conciudadanos de izquierdas con los seguidores de Mao Zedong.

Coincidía Elorza con Antonio Basagoiti, que hace bien poco tildó a la izquierda abertzale («ETAsuna») con el calificativo de marxista-leninista-maoísta. Probablemente porque no tuvo los reflejos suficientes para encontrar algún «ista» diferente. Había pensado en cierta ocasión que superar a Iturgaiz al frente de la derecha ultramontana sería complicado, pero Basagoiti nos demostró lo sencillo que es hacer política después de que Reagan y Bush (hijo) llegaran a la Casa Blanca.

La descalificación del adversario político por comunistoide fue norma de los aliados de Washington desde la Guerra Fría. El capitalismo es la palabra dada por Yahveh, la base de la democracia y sus sistemas de juego. La corrupción, el clientelismo (segunda vez que lo cito en el artículo), las desviaciones... son males menores frente a la repartición de la riqueza. Sabemos los rojos, que el estado superior del capitalismo es... el fascismo.

La defensa de ese capitalismo de corte norteamericano llevó al PNV a ser el enlace en la reorganización de la democracia-cristiana europea. Fondos sin fondo y una serie de contra-prestaciones de las que enrojecen al escribir la historia. Por eso semejantes paréntesis en la crónica jeltzale, efectivamente centenaria.

Por ello, en medio de esa defensa a ultranza del color del dinero (Ezeizabarrena versus Alduntzin), de esa justificación de la corrupción como mal menor (Bravo versus LAB), de esos daños colaterales (Azkuna versus Cabacas), de aquel golpe de Estado en Venezuela (Anasagasti versus Chavez), del éxito y vigencia de la «doctrina Parot» (Erkoreka versus Troitiño)... están las bases programáticas. La razón de la existencia.

Y en esas bases programáticas todo cabe. El único objetivo es la estabilidad, el sostenimiento del Estado, ya sea francés, ya español. La legitimación del Estado en Euskal Herria. A cambio de algo. Siempre habrá algo, como la transformación de la B en Bizkaia o la caída de la «u» en Gipuzkoa. Nimiedades para justificar grandes proyectos: negación de derechos, reformas laborales, dispersión de presos (incluida la aplicación de la «doctrina Parot»). Construcción de España.

Siempre habrá una justificación para apoyar al PSOE o al PP en la legitimación del Estado. Aunque esa legitimación pase por huir del país que le vota, de las instituciones que le pagan, de los despachos que le acogen. Una justificación a veces estratégica, como la de Euskaltel, argu- mento para apoyar al Gobierno de Aznar duran- te cuatro años. Pero que luego se vuelve intras-cendente cuando uno de sus kamikazes (Fernán-dez), necesita hacer caja y pone en venta apresu-radamente a esa justificación histórica, Euskaltel.

Una justificación para hacerse hueco en Navarra que pasaba por apoyar a UPN y expulsar a los críticos de aquella maniobra inteligible para la mayoría abertzale. Aunque fuera su dirección. Una justificación que transitaba por justificar la lucha armada en Iparralde, cuando la misma dividía a la izquier-da abertzale, preparando al sur del Bidasoa una policía siguiendo métodos militares hispanos para enfrentar, precisamente, a quienes en Hegoalde practicaban la lucha armada.

Una justificación que llegaba desde el corazón del sistema para apoyar en cuerpo y alma la materialización de la energía nuclear a unos pasos de Bilbao (Lemoiz), porque hechos como el de Chernóbil o Fukushima eran únicamente posibles en las mentes de cuatro ignorantes ecologistas que de economía no tenían ni idea. Y que, como sabemos de sobra, gracias a la memoria que se asienta en nuestro cerebro humano, desde entonces, desde el cierre de Lemoiz, nuestro equilibrio alimentario ha sido un desastre, debido precisamente a la dieta exclusiva de berzas.

Un partido que hace 20 años, cuando gobernaba en coalición con EA y EE en el Gobierno de Gasteiz ya marcó las cartas de preferencia. Cuando los antiguos escindidos, es decir los de EA, se sumaron a algunas iniciativas municipales que demandaban la independencia para Euskal Herria, el PNV no tuvo reparo en disolver el gobierno de coalición expulsando de su seno a quienes habían puesto en entredicho su política exclusivamente autonomista.

La lista de la apuesta sería tan larga como concisa. La hemeroteca nos deja perlas con estilo, corbatas de Balenciaga, desfases espectaculares en las haciendas de Gipuzkoa, Araba y Bizkaia, tragaperras con las líneas del símbolo del dólar en sintonía, despistes millonarios en el Guggenheim, agentes 86 desplegados de incógnito por la calle Dato...

El sano regionalismo de Fraga, de Vocento, de «Deia», de Suárez, de la Conferencia episcopal, de los coros maitias de parroquias y catequesis, del centenario del cuartel de Garellano, de los michelines jeltzales... casa, como no podría ser de otra manera, con el ataque frontal a quienes ponen en tela de juicio que el mundo, que Europa, que Euskal Herria sea un lugar para la especulación y el juego. Ese juego cuyo resultado lo sabemos de antemano: siempre toca. Al mismo. Al patrón, al político corrupto, al mentiroso, a quien entiende la política como un fin en si mismo.

A estas alturas, la mayor acusación que se le puede hacer al PNV es obvia: la legitimación de un Estado que no tiene avales en Europa, como bien lo exigía Helsinki. Un Estado corrupto (más de mil casos abiertos en 2011 a cargos electos, la mayoría del PP y del PSOE), donde la banca privada ordena y manda en los mercados y la Guardia Civil en los cuarteles. Un Estado vengativo con su disidencia. Un Estado con unos medios de comunicación vergonzosos para la libertad de expresión. Sumiso ante un monarca y una familia de pillos de guante blanco.

Un Estado cómodo para esa derecha autonomista vasca que agita el fantasma del comunismo, del demonio rojo con cuernos y rabo, que necesita a ETA más que nadie y, ante su ausencia, no duda en retroceder a la Guerra Fría. Para volver a empezar en el bucle eterno. De la lucha de clases, como diría Marx. O quizás lo dijo Txabi Etxebarrieta. Ya no lo recuerdo. De entonces me queda, sin embargo, una convicción. Del fracaso del PNV, estrepitoso y catastrófico como lo anunció el vicelehendakari Xabier Landaburu, surgió la ilusión del cambio. En esas estamos.

Todavía.

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