Aitxus Iñarra | Profesora de la UPV/EHU
La piedra de la paciencia
«El conocimiento, como el agua, busca siempre la posibilidad de ofrecer nuevas formas y nuevos usos sin renunciar a su naturaleza», afirma la autora, que ofrece unas interesantes reflexiones muy útiles en esta época llamada «del conocimiento». Parte del hecho de que todos los conocimientos tienen como fundamento común el conocimiento representacional, basado en nombres, signos y formas. Y lleva su razonamiento hasta la defensa de un nuevo conocimiento que abra el nacimiento de una nueva comprensión que fracture el espejismo y los límites del conocimiento impuesto. Una cognición, en definitiva, que «nos devuelva» a un universo más íntimo, interconectado y liberador.
«Si, ya sé de dónde vengo; como la llama insaciable me consumo; todo lo que tocan mis manos se vuelve luz y lo que arrojo no es ya más que carbón. Seguramente soy una llama...»
F. Nietzsche
El conocimiento, como el agua, busca siempre la posibilidad de ofrecer nuevas formas y nuevos usos sin renunciar a su naturaleza. Paul Holme comenta que la medida de ancho de los ferrocarriles de EEUU es de 143,51 cm. Esa medida había sido exportada por los británicos y correspondía a la distancia existente entre las ruedas de sus carretas arrastradas por caballos. Se construían las carretas con esa longitud de eje con el fin de que las ruedas pudieran transitar por los surcos dejados por ruedas anteriores en los viejos caminos embarrados. De este modo evitaban roturas y se facilitaba la marcha. Pero el origen de la medida proviene de los surcos dejados por los carros de combate de la Roma imperial. Esa medida se convirtió en la norma aplicada a la construcción de las primeras carreteras de Europa. La medida, una vez aceptada e impuesta frente a otras se convirtió entonces en una marca y límite, un modo de medir y de hacer en lo relativo a un objeto y su uso.
Asimismo, los distintos modos del conocimiento humano, aunque han ido variando a lo largo de los siglos, todos ellos tienen un fundamento común: el conocimiento representacional, basado en nombres, signos y formas. Se trata de un saber dinámico y no estable que va evolucionando en el marco espacio-temporal. Clasifica y define el mundo, los objetos, sus espacios y sus tiempos, marcando límites en el individuo, convirtiéndose en ámbito y, simultáneamente, en frontera mental, en tanto que conforma un determinado tipo de creencias y de conocimientos.
En medio del caos y de la crisis actual, a diferencia de otros temas como económico, social o político que suscitan vivas controversias, se da por sentado el conocimiento que se impone y valora: el conocimiento intelectual, sobre todo en lo que se refiere a sus variables técnica y científica. Es el conocimiento canalizado o estancado por obra de quienes tienen la capacidad de hacerlo. Pero lo cierto es que el conocer como el amar, son capacidades naturales que se revelan en el humano, en infinidad de expresiones, en todo momento y situación.
No es propio de quien busca el saber vivo apegarse a la forma limitada y habitual de conocer. Este ansia de saber, inherente al ser humano, se va apagando debido al modo de socialización y educación existentes. Por esta razón, resulta oportuno plantearse cuál es el tipo de conocimiento que transita en este mundo tan complejo y tantas veces dolido, qué de nuevo y transformador hay en tanta información acumulada, qué comprensión y lucidez aporta, qué efectos produce en la mente del individuo, qué transforma de la situación presente, con qué intereses está vinculado, y por qué no resulta eficaz para superar o trascender los innumerables problemas de la comunidad humana.
Se trata más bien de suscitar otro saber. Un conocimiento que no se comporte como marca intelectual, que ataje el sordo sufrimiento, supere el pensar de lo ya sabido, el saber de los logros, que transcienda las transitorias certezas o el conocimiento de compra-venta, de los títulos y sus propietarios. Una cognición, en definitiva, que nos abra al nacimiento de una nueva comprensión capaz de fracturar el espejismo y las limitaciones del conocimiento impuesto y de traspasar el romo acerbo que nos lleva reiteradamente a un callejón sin salida.
Es curioso que en esta época llamada «del conocimiento» el individuo se engrandece y vanagloria de su saber, mientras que, paradójicamente, no desentraña misterio o enigma alguno sobre su propia naturaleza. Pareciera más bien, por el contrario, que cuanta mayor es la información acumulada mayor es la confusión que gobierna el mundo. El poseedor del saber se asemeja al pretencioso saber en manos de un prestidigitador. Como este, urde el engaño de hacerse pasar por sabedor de algo que no es sino lo recurrentemente frecuentado. Su forma de transmitir es un ir y venir por el mismo rumbo, y una vez convertido en instrumento transmisor, se vuelve útil para reforzar lo tantas veces dicho. Siendo en último término, un servidor de la confusión que distorsionará la psique del individuo, escindiéndola entre lo que se le impone y su deseo natural de conocer.
Ese saber, impulsado y dictado, de segunda mano, según se trasmite va quedando, además, obsoleto, cada vez más anacrónico por la acelerada dinámica de cambios sociales. Quien lo comparte permanece sordo ante otro tipo conocimiento posible, le deja ajeno e insensible, incapaz de abrirse a otra cognición más estable y liberadora. Cierra su mente, como sucede con un enajenado con quien ya no se puede establecer conversación alguna.
Por esta razón la apertura a otro conocimiento sólo acontece cuando uno se permite escuchar y reconocer que eso que le ha sido trasmitido, debe ser observado y comprendido para ser transcendido. Algo que sucede en la novela sangue sabur, la piedra de la paciencia, de Atiq Rahimi, inspirado en un relato de la mitología persa, cuando la esposa habla al marido, en estado vegetal por una herida de guerra. Esta situación permite a la mujer hablarle de su mundo interno, decir aquello que nunca reveló ni a él ni a nadie por ser tabú o peligroso: «¿No estás de acuerdo, mi sangue sabur? Mira a su hombre directamente a los ojos vidriosos, y le dice: Espero que, por lo menos, llegues a captar, a asimilar todo lo que te estoy diciendo, mi sangue sabur».
El mismo proceder se da cuando uno se da la oportunidad de escucharse y escuchar el viejo mundo interiorizado, construido y marcado por un tipo de conocimiento sobre el que se asienta la manera de pensar y actuar de los humanos. Pero, difunde tan poca claridad y confianza que genera impotencia a la hora de corregir, cambiar o transformar la miseria y consternación existentes. Entonces sucede como en el relato de la mitología persa: la piedra, sangue sabur, a la que uno se confía, después de absorber todo lo escuchado explota y en ese momento quien se había confiado a ella queda liberado.
Resulta sorprendente la lucidez de la leyenda persa al elegir una piedra, objeto que representa la dureza y la incomunicabilidad como receptor de lo indecible, de los más insondables temores, deseos y actos humanos, como vía para acceder a la explosión liberadora. Esta piedra de la paciencia nos revela el poder de la escucha y la acogida, la forma como opera la receptividad. Como quien se vacía del todo abandona el mundo de las conductas rutinizadas, el saber y las categorías aprendidas, y es capaz de reconocer la malla de las representaciones, con sus simulacros y verdades transitorias consigue abrirse a otra cognición. Aquella que nos devuelve a un universo más íntimo, interconectado y liberador.