España, esa gran nación, se resquebraja. Al país de Mariano Rajoy, cimentado en guerras de conquista y expolio, y conservado en el formol de la represión política, de la opresión religiosa, de la castración cultural y de la amenaza militar, le queda un empujón. Y se lo va a dar él mismo, por mucho que culpe a los independentistas de querer «romper su país». Porque no son los soberanistas vascos ni los catalanes los que recortan derechos sociales, ni los que dicen gobernar contra sus principios, ni los que se pasean con un puro en Nueva York, ni los que venden su Estado en los saldos del mercado internacional.

España se desmorona. Y lo peor es que a Madrid, acostumbrada a taparlo todo con cortinas de humo vasco, ya no se le ocurre con qué desviar la atención. Por esa falta de imaginación, por esa incapacidad para gestionar cuestiones políticas, por esa ausencia de mecanismos de diálogo, por esa falta de honestidad, por ese desconocimiento voluntario de la realidad, la capital y quienes la gobiernan no tuvieron otra idea que sacar humo de una manifestación que sólo echaba chispas.

Y ante este panorama, con la economía del país echa jirones, con una sociedad ahogada por las exigencias cotidianas, con Catalunya amenazando seriamente con largarse, con Euskal Herria caminando ya hacia la independencia a pesar de los michelines, a Mariano no se le ocurre otra cosa que reclamar al Reino Unido la devolución de Gibraltar, como si pretendiera seriamente tapar las enormes grietas de España con un peñón cuyos habitantes se sienten tan españoles como los Windsor. El país de Rajoy se resquebraja.

Y se partiría de risa si no tuviera también motivos para llorar.