La resaca del Apocalipsis
Ni akelarres para invocar al anticristo, ni las violentas acciones de siete psicópatas, ni, en definitiva, todos los monstruos imaginables. Un año más, el Festival de Sitges ha sobrevivido al fin del mundo, congregando a todos sus fieles y reivindicándose como líder mundial dentro de los certámenes de género.
Victor ESQUIROL
Final. Se acabó lo que se daba. La 45ª edición del Festival de Cine Fantástico de Sitges cierra puertas hasta el año que viene. Ya era hora... y qué pena. Antes han tenido que pasar once jornadas a las que el calificativo «maratoniano» les va demasiado corto. Mejor «mastodóntico». Este adjetivo sí que se acercaría más a describir la realidad de un festival cuyo magnífico delirio se crece en la adversidad. Para muestra, la edición de este año, que empezó con las peores noticias posibles, la mayor parte de ellas sintetizables en el drama de los inesquivables recortes presupuestarios. A partir de ahí, las buenas noticias.
Antes de empezar, nuevo tope en el número de películas programadas, y nuevo año consecutivo en el que se batió el récord de venta anticipada de entradas. Durante la celebración del festival, prácticamente ninguna sesión en la que pudiera decirse aquello de «éramos cuatro gatos». Larguísimas colas alimentando posteriormente salas en las que literalmente no cabía un alma. Además, claro está, el ambiente. El éxtasis; la locura generalizada presente en cada proyección ha vuelto a ser el principal rasgo distintivo de un evento cinematográfico sin igual que tiene en su incondicional apoyo popular, su principal motor y por supuesto, uno de sus mayores encantos.
Latas de cerveza que ruedan por el suelo cada vez que alguien se levanta; gritos que se alzan en plena proyección para comentar la jugada, al más puro estilo «The Rocky Horror Picture Show»; cálidas ovaciones dedicadas hasta al maquillador -por ejemplo- de la película de turno, etc. En el extraño caso de que el filme no se corresponda con las expectativas, siempre queda el plan B de expresar en voz alta -y de forma ingeniosa- el descontento con lo que se está viendo... en estos últimos casos, el efecto contagio es prodigioso.
Cine para todos
Las ganas de juerga, como no podía ser de otra forma, garantizadas... ¿y la calidad en el cartel? También. Como suele ser habitual, la desmedida recolecta de películas (en la que ha destacado un fuerte predominio de productos del continente asiático, la consagración del formato «found footage», la pleitesía al indie norteamericano y cómo no, el fin de los tiempos) por parte de Àngel Sala y su equipo ha conseguido que en su festival de actividad non-stop durante las 24 horas del día, hayan cabido propuestas para todos los gustos, formando todas ellas una amalgama ideal para medirle el pulso al fantastique.
En esta 45ª edición ha habido sitio tanto para los más pequeños de la casa, con propuestas como la divertida -y con horrible doblaje- «Hotel Transilvania» (firmada por Genndy Tartakovsky, uno de los grandes genios de la animación contemporánea), como para los amantes de las emociones más fuertes con títulos como la impactante e inmersiva «Maniac», estilizado y brutal remake de la película de culto de la década de los ochenta, en el que un sorprendente Elijah Wood nos lleva a la mente de un asesino en lo que es un retrato que revive la esencia de los mejores slashers.
De las propuestas más comerciales como la estimulante «Looper» (en la que el siempre interesante Rian Johnson juega con el tiempo enfrentando a Joseph Gordon-Levitt con Bruce Willis, su versión futura de él mismo) a las más crípticas, como la deliciosamente desconcertante «The Lords of Salem», en la que el venerado Rob Zombie consigue lo imposible: imprimir la fuerza y singularidad del cine de autor al encorsetado género de terror. De hecho, en el propio palmarés ya encontramos este contraste, al ver cómo la multipremiada «Holy Motors» (maravillosa locura a cargo del resucitado Léos Carax) comparte espacio con la revelación negrísima británica «Sightseeres» (con una extrañamente cómica pareja asesina tan peligrosa como los mismísimos Bonnie & Clyde), así como con en el Premio del Público, concedido a la simpática «Robot & Frank», comedia independiente estadounidense con un toque de ciencia-ficción, en la que un estupendo Frank Langella y su compañero robótico se sacan el doctorado en conquistar el corazón del respetable.
Por último, destacar las dos grandes sensaciones este año en Sitges. La primera, «La cabaña en el bosque», presentada bajo la firma del ahora mismo entonadísimo Joss Whedon, se descubrió como uno de los títulos de género más sorprendentes de los últimos tiempos. Con un guión excelso que hace de la sorpresa (un factor que llevaba largo tiempo desterrado dentro del terror) su principal rasgo distintivo, es éste un producto de una ácida inteligencia extraordinaria y de una autoconsciencia que asusta. La madre de todas las películas de terror de nuestra era.
La segunda, el esperadísimo segundo largometraje de Martin McDonagh, autor de «Escondidos en Brujas», uno de los más importantes sleepers del año 2008. Ahora vuelve a la carga con «Seven Psychopaths», alocado y desternillante relato coral criminal que, jugando con distintas capas de ficción y asociándose con un reparto estelar, desató el delirio en el Auditori... y está llamado desde ya a convertirse en uno de los booms de la temporada.
Si por alguna razón la penúltima jornada estaba especialmente marcada por la mayoría de asistentes más fieles al festival, era porque por fin llegaba el fin del mundo. Los muertos vivientes conquistarían una vez más las calles de esta localidad del Garraf en la imprescindible Zombie Walk. Como los buenos estudiantes en el día del examen final, «los aspirantes a gul» se levantaron pronto para fijar su rumbo errático en dirección a las inmediaciones del espacio Brigadoon. La puntualidad era un factor clave a la hora de gozar de más tiempo con los maquilladores, quienes pondrían en la piel de estos locos los potajes y los injertos necesarios para simular las heridas, los objetos atravesados y las zonas de putrefacción localizada que hicieran falta.
Pasado no poco tiempo en manos de los profesionales, los futuros devoradores de cerebros se miraban al espejo; sonreían e incluso propagaban a los cuatro vientos unos gritos que tenían como objetivo no solo infundir terror, sino también contagiar al entorno del furor del que en esos momentos eran prisioneros. Pero el Apocalipsis nunca ha sido amable con sus víctimas. Dicho y hecho: marchando un chaparrón bíblico para que la fiesta quedase literalmente aguada. Mucha impotencia y rabia... pero al mal tiempo, cara de zombie. ¿Que no se podía pasear a la intemperie? Pues tocó inventarse otra postal típica, sembrando el pánico en las salas de cine. Qué remedio. Al fin y al cabo esto es Sitges, el festival donde, con la actitud adecuada, es imposible sucumbir al fin de los tiempos.
V.E.