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Raimundo Fitero

Ahumados

 

Si nos atenemos a la televisión pública española lo que están decidiendo esos hombres mayores reunidos en la Capilla Sixtina es algo trascendental para nuestras vidas. Le dedica demasiadas horas, en ocasiones con emisión doble en paralelo, por su primer canal y por el de 24 Horas, como si fuera una televisión confesional, con casi más dedicación que la del canal de la jerarquía eclesiástica española, 13 TV, que tiene todo el derecho a evangelizar desde ese medio de comunicación privado. Pero la televisión de todos, tendría que tener un poco más de respeto por los millones de ciudadanos y contribuyentes que no son católicos.

Hay algo de verdad, en le terreno político, el nombramiento de un Papa tiene una repercusión relativa en muchos países, y puede decantar movimientos geoestratégicos en momentos puntuales de la historia. Y si apuramos un poco el discurso, resulta que, al menos ese Estado, ciudad, el Vaticano, y algunos de sus empleados y bienes se alimentan con el dinero de nuestros impuestos. No solamente de los contribuyentes que marcan su correspondiente casilla en la declaración de la renta, sino de los generales, bajo ese mantenimiento de su patrimonio histórico a cargo de los diversos ministerios y del concordato y demás mandangas.

Lo que queda muy claro es que la Iglesia sabe vender el espectáculo de manera muy eficaz. Esas imágenes de ciento y pico purpurados llegando a unas salas tan espectaculares como las pintadas por Miguel Ángel, con sus vestidos de gala, con esa alineación geométrica de sillas, libros, son unos rituales teatralmente impecables, y esos cánticos gregorianos magnificentes sonando en los reportajes nos despiertan el interés formal, de ver cómo un anacronismo se puede convertir en una leyenda que alimenta ese lado mágico del ser humano que se transforma en fe, en oscuridad en nombre de una supuesta luz. Un espectáculo que sucede en el siglo XXI, y que se comunica al mundo a por el color del humo que sale por una chimenea humilde. Signos medievales en los tiempos del Twitter. Buena puesta en escena. El secretismo de un cónclave de octogenarios resabiados y ahumados nos provoca malos pensamientos.