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Dabid LAZKANOITURBURU | Periodista

Dos en uno

Consciente del impacto mediático que generan los nombramientos en su cúpula -impacto que contrasta con la realidad de un catolicismo como religión en retroceso-, la Iglesia católica ha sorprendido con dos golpes de efecto magistrales y que se han mostrado a la postre interrelacionados.

El primero, la renuncia del Papa Benedicto XVI, sirvió para actualizar la figura de un papado asociado en los últimos tiempos -sobre todo durante la larga agonía de Juan Pablo II- con la decrepitud. En fin, con una vejez que no enlaza precisamente con el sentido de los tiempos, ciertamente rehenes de la idea de la eterna juventud.

Con este lifting realizado por el ya papa emérito Joseph Ratzinger, la Iglesia vende un rejuvenecimiento que no se corresponde con el mantenimiento de un sistema de elección absolutamente cerrado y, lo que es más importante, con una estructura totalmente jerarquizada y en la que no se pone en discusión la obediencia ciega a un hombre (misoginia) que mantiene su infalibilidad en tanto que «representante de Dios en la tierra».

El segundo gran momento ha consistido en la elección de un Papa no europeo y no adscrito, «senso estricto», a la curia romana. Y por ende, jesuita. Todo un seísmo que sirve a esa agenda «modernizadora» en las formas y en los rostros y que casa igualmente con los tiempos que corren. Al sentar a un latinoamericano en el trono de San Pedro, los cardenales desvían el foco de atención en torno al Vaticano y a sus grandes escándalos (pecados, en el argot). Y, de paso, se posicionan en uno de los grandes escenarios de la lucha ideológica en el siglo XXI entre capitalismo y socialismo. Un escenario, además, donde la religiosidad sigue muy viva, al contrario que en la Vieja -y cada vez más incrédula- Europa.

Lo hacen además colocando a un italo-argentino, lo que asegura en todo caso la no ruptura. Una reforma continuista visibilizada asimismo en la elección de un jesuita, una orden llamada -valga la redundancia- al orden en los últimos decenios tras sus devaneos con la Teología de la Liberación. Una orden, en definitiva que, con una idiosincrasia de disciplina que en su origen se reclamaba incluso militar, puede imponer orden -otra vez- en el desaguisado vaticanista de facciones y navajazos.

La biografía y los poco edificantes -cuando no preocupantes- datos en torno a la figura del papa Francisco, hasta ahora cardenal Jorge Mario Bergoglio, confirmarían que estamos ante eso, ante un innegable golpe de efecto. Sabido es que «Dios escribe recto con los renglones torcidos». Y me da a mí que la letra del nombramiento puede ser del propio Ratzinger, cuyo rival desganado en 2005 fue paradójicamente el propio Bergoglio.

¿Estamos ante una venganza póstuma contra los que le segaron la hierba en sus años de pontificado? ¿O resulta que esta elección no es sino el corolario de un ambicioso plan para mantener viva la institución eclesial? Puede que ambas cosas. Porque es sabido que, frente a la mujer, solo hay una institución masculina que puede hacer dos cosas a la vez. Virtud que le ha permitido a la Iglesia pervivir durante más de 2.000 años.

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