«El gran Gatsby», el apoteósico adiós al sueño americano
El australiano Baz Luhrmann retorna al estilo que tan buenos réditos le aportó en «Moulin Rouge» y ha encontrado en el clásico literario de Francis Scott Fitzgerald, «El gran Gatsby», un vehículo apropiado para dar rienda suelta a su vistoso estilo visual y sonoro. Quizás, entre tantas tonalidades doradas y explosiones sonoras se diluya el mensaje de una trama original que nos advertía del fin de un sueño.
Koldo LANDALUZE
En abril de 1924, el escritor Francis Scott Fitzgerald decidió abandonar la alocada escenografía lúdico-festiva de Nueva York para embarcarse junto a su familia rumbo al Estado francés. En su equipaje, Fitzgerald incluyó una gran autoestima, basada en una madurez creativa, lo que le obligó a buscar nuevos paisajes en los cuáles poder desarrollar su inventiva intelectual. En Nueva York resonaban los ecos de las fiestas interminables y, por ello, decidió poner todo un océano de por medio entre la creación de su tercera novela y la gran urbe que nunca dormía.
Por aquellos días, Fitzgerald había encontrado sustento imaginativo en sus nuevos modelos literarios: Henry James, James Joyce y Joseph Conrad. De este último había leído y releído el prefacio de «El negro del «Narcissus», aquél que comienza con un taxativo: «Toda obra literaria que aspire, por humildemente que sea, a elevarse a la altura del arte debe justificar su existencia en cada línea», para añadir más adelante: «una concepción artística que se expresa con ayuda de la palabra escrita debe dirigirse a los sentidos, si su intención profunda es alcanzar el manantial mismo de nuestras emociones».
Fitzgerald grabó en su memoria esta declaración de principios. A la edad de 27 años se había convertido en la figura más representativa de entre los autores de su generación. Con el paso del tiempo y mientras surcaba el océano, pretendía ¡mantener su éxito de público pero enriquecido con el reconocimiento de la elite intelectual; quería dejar de depender de los cuentos que tan generosamente le compraban las revistas literarias y dedicarse únicamente a escribir novelas sin que su nivel de vida se resintiese. Mientras la brisa marina acariciaba su rostro cual mano tersa de una musa subyugante, el divino Fitzgerald cerraba sus ojos y se deleitaba con la idea de no caer en el olvido. Mientras su musa le susurraba palabras cautivadoras que alimentaban su ego, él sonreía imaginándose exageradamente admirado y glorificado.
Según afirman algunos estudiosos, es probable que aquella tercera futura novela estuviera, de una forma u otra, planificada desde hacía varios años; se sabe que tanteó en varios relatos algunas ideas que desarrollaría en «El gran Gatsby». Probablemente, también es posible que en su equipaje incluyera decenas de cuadernos en los que durante buena parte de su vida fue anotando descripciones, frases ingeniosas, retratos de personajes, fragmentos de conversaciones que escuchó casualmente.
Lo que si se sabe con certeza es que «El gran Gatsby» cobró forma definitiva en la Riviera francesa el verano, y parte del otoño, de 1924, y corregida aquel invierno en Roma.
El trabajo debió de resultarle tan absorbente como excitante. A medida que avanzaba en la obra percibía cómo él mismo «crecía» en su condición de escritor: «Tal vez sea la mejor novela norteamericana que se ha escrito», le aseguró por carta a su editor en agosto. Cuando su mente estaba sobrecargada, Zelda le leía en voz alta una novela de vaqueros, y en las ocasiones en que Scott tenía la impresión de que la imagen de Gatsby se le escapaba, ella podía llegar al extremo de dibujar una y otra vez el personaje, de tal modo que cuando llegó el momento de un último perfeccionamiento de su retrato literario en las correcciones finales, Scott afirmó conocer a Gatsby mejor que a su propia hija.
Silenciados los ecos que legó el jazz y el alcohol en los trepidantes Estados Unidos de los años 20, merece la pena redescubrir a Jay Gatsby, el enigmático millonario que celebra colosales e interminables fiestas en su mansión de Long Island a las que se acude sin ser invitado y donde multitudes de hombres y mujeres van y vienen «como mariposas nocturnas», cogen al vuelo las copas de champán que se deslizan flotando sobre las cabezas, se bañan en la piscina o en la playa privada, hacen esquí acuático, se cambian de ropa en las habitaciones del segundo piso, entran y salen de los salones de aquella colosal propiedad, se ocultan en la biblioteca atestada de libros asombrosamente auténticos, bailan al ritmo que marca la orquesta de jazz bajo las estrellas, cenan dos veces, la segunda después de la medianoche, se emborrachan y cantan y rumorean sobre su anfitrión, del que nadie sabe nada, salvo que se pasea entre ellos impecablemente vestido y siempre les saluda con cortesía.
En el año 1974, el por entonces laureado y autodivinizado productor Robert Evans, quiso ver en el personaje central de la célebre novela de Scott Fitzgerald una especie de prolongación de sí mismo.
Evans contaba antes del estreno de la primera adaptación cinematográfica de «El gran Gatsby» con un presupuesto de 18 millones de dólares, adelantados por los distribuidores; el triple del costo del filme.
El cineasta contratado por Evans para llevar a cabo esta ambiciosa superproducción fue el eminente Jack Clayton («¡Suspense!») y este autor decidió poner todos sus esfuerzos en lograr una puesta en escena subyugadora que predominara sobre los logros artísticos. Esa era, al menos, la intención de los impulsores de este proyecto -incluido Francis Ford Coppola que ejerció labores de guionista- los cuáles decidieron sacrificar el contenido crítico de la novela -el retrato de la alta sociedad estadounidense de los años 20- en beneficio de la recreación del ambiente de la época, con sus gustos y costumbres.
Por ese motivo, esta adaptación, narrada con brillantez formal, se quedara en la superficie de esta crónica que determinaba el final del sueño americano. En la retina del espectador quedan retenidas las imágenes de los trajes de color rosa que luce Robert Redford, los flamantes Rolls Royce o el maquillaje que lucía una por entonces jovencísima Mia Farrow. El llamado estilo «retro» se ponía de moda.
A pesar de este flamante escaparate, el filme incluía algunas virtudes artísticas, sobre todo en lo concerniente a unas memorables decorados diseñados por un John Box que se inspiró en los escenarios que Van Nest diseñó para las películas de Fred Astaire y Ginger Rogers, la banda sonora que alcanzó gran renombre y las tonalidades pastel ideadas por el operador Douglas Slocombe.
Con anterioridad a esta adaptación, hubo dos versiones del original literario. En 1926 Herbert Brenon rodó un largometraje mudo protagonizado por Warner Baxter y Lois Wilson y en el 49 otra firmada por Elliott Nugent, cuyo elenco estuvo conformado por Alan Ladd, Betty Field y Macdonald Carey.
A tenor de las imágenes y músicas que hemos podido visionar y escuchar incluídas en la nueva adaptación dirigida por Baz Luhrmann, el componente estético también figura entre los aspectos que más se han tenido en cuenta a la hora de recrear el fastuoso y vacío universo que gobierna el millonario Gatsby. Fiel a su estilo estridente, el autor de «Moulin Rouge» ha apostado por una banda sonora que incluye a las anacrónicas Beyoncé y Lady Ga-Ga.
La nueva adaptación de «El gran Gatsby» se encargará de inaugurar el próximo Festival de Cannes y al estelar Leonardo DiCaprio le ha correspondido tomar el relevo legado por Robert Redford y dar vida a este enigmático personaje. El propio DiCaprio ha manifestado que «Para mi ha supuesto una gran satisfacción rodar este proyecto ambicioso y arriesgado que está basado en uno de los grandes clásicos de la literatura norteamericana. Probablemente, muchos espectadores se quedarán seducidos por la puesta en escena, pero creo que merece prestar un poco más de atención a todo en engranaje dramático de esta historia. El personaje de Jay Gatsby está repleto de matices. Nadie sabe quién es, de dónde ha venido... todo el mundo tiene una teoría acerca de él y cómo logró su fortuna. Es una obra cargada de simbolismo y todos sus personajes no son en absoluto planos».
Además de DiCaprio, el reparto incluye a Tobey Maguire, Carey Mulligan y Joel Edgerton y, siguiendo los cánones que dicta la industria actual, el filme se proyectará en 3D.
Una vez más nos dejamos llevar por la imaginación para asistir a una de las interminables y fastuosas fiestas celebradas por Jay Gatsby quien, quizás, sea primo del Káiser Guillermo, o tal vez ejerció como espía alemán durante la guerra, o quizá mató a un hombre. O, simplemente, sólo sea un hombre enamorado, y que con aquella aparatosa puesta en escena en la que ha encontrado acomodo, busca que Daisy, la joven a la que no ve desde hace cinco años y ahora está casada, aparezca en alguna de sus fiestas sin fin. Gatsby, en resumen, se ha visto en la obligación de «pagar un alto precio por vivir demasiado tiempo con un solo sueño».
«El Gran Gatsby»se desarrolla en Nueva York y Long Island en los años 20 del pasado siglo XX y ha sido descrita como el reflejo de la era del jazz en la literatura estadounidense y para muchos está considerada como una de las novelas más importantes de la literatura norteamericana del siglo XX. En su engranaje dramático topamos con los excesos de los felices años veinte, una apoteosis del lujo y la especulación financiera, del frenesí y el riesgo. Es la era del jazz, la era de la burbuja, que cubrió a todos del deseo de riquezas a través de la inversión en bolsa, y que solo pudo finalizar con el colapso: el crack del 1929. Scott Fitzgerald se sirve del personaje Nick Carraway para contarnos esta historia que transcurre «entre montones de cenizas y millonarios» -otro título que se planteó para el libro- y entre sus mayores logros simbólicos, destacan escenas como la del hombre con ojos de búho que, durante una fiesta de Gatsby, se sienta en la biblioteca y murmura impresionado que todos los libros son «libros de verdad». Esta imagen funciona para sugerir que mucho de lo que muestra Gatsby es una fachada; los libros quizás simbolicen el hecho de que Gatsby es un fraude, que ha construido una imagen de él mismo que no corresponde a los hechos. Más intensa resulta la secuencia gobernada por una luz que se abre entre la noche y acompaña la silueta de un hombre que abre sus brazos al mar y observa, al otro lado de la bahía, una única y mínima luz verde que oculta todo tipo de conjeturas. K.L.