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Víctor Moreno Escritor y profesor

Decir lo que nadie dice

La fórmula de Adorno, que da título a este artículo y que el autor considera la «premisa ética de un intelectual libre», brilla por su ausencia entre los intelectuales actuales del «mainstream», una casta que lejos de elaborar reflexiones que se alejen de las evidencias que establece el poder, formulando los problemas desde otra mirada, se han escorado hacia el «pesebrismo» desnaturalizando su tradicional función. Moreno defiende que un intelectual debe describir y explicar lo que nadie cuestiona, generando interpretaciones que hacen visibles aspectos nuevos de la realidad. Duda que la ética de esos intelectuales cumpla con esto y concluye afirmando que el poder les paga por decir lo que dicen.

Dijo el escritor Muñoz Molina en una entrevista que los «referentes intelectuales de este país no habían estado a la altura de las circunstancias», sin especificar cuánto metros mentales serían necesarios para estarlo. No obstante, en honor de la precisión inculpatoria, aclararía que «cuando hablo de la pérdida del espíritu crítico pienso en gran medida en mis propios colegas». Para mayor vergüenza de estos y de él mismo, sostendría que sólo El Roto había conseguido, como intelectual, salir honroso de esta crisis, que desde 2007 -desde 1970, según otros-, hace estragos en casa del pobre.

Marías, herido en su amor propio humilde, le pediría más seriedad y menos tópicos rancios. Para empezar, negaba que El Roto fuese un intelectual, ya que «sólo hace viñetas, a las que le faltan argumentación», y un tipo así no puede ser Zola. Y, para seguir, sus compañeros de página, «Savater, Vargas Llosa y Pradera, Ramoneda y Juliá, Azúa y Grandes y Millás, Torres y Rivas y Cruz, Montero y Lindo y Aguilar y otros que no caben aquí, y eso intenta también quien esto firma», sí habían intervenido como intelectuales ante la crisis.

Para más rechufla, Marías apelaría a la hemeroteca, la cual, mostraba que, si alguien no había escrito ni una línea referente a esa crisis, económica y política, había sido el propio Muñoz Molina, que «lleva años escribiendo en prensa, principalmente, sobre exposiciones neoyorquinas, fotógrafos, e intérpretes de jazz». La conclusión era vejatoria: «Por eso me extraña que él se permita ofender al conjunto de sus colegas con unas afirmaciones que en el peor de los casos parecen una falsedad y una injusticia, y en el mejor una exageración a la ligera».

Al margen del infantilismo endogámico en el que ambos escritores naufragaban, cabría preguntarse, siguiendo el reguero de los nombres que se citaban, si hablaban de intelectuales o de otra cosa. ¿Lo son?

Si, como dice el primero de la lista, «el intelectual va siempre detrás de la realidad; uno trata de ponerse a su altura, pero llega al día siguiente», responderemos que, en efecto, lo son. Siempre llegan tarde a la cita con la realidad. Y si, como sigue afirmando dicho «number one», «los intelectuales son como las putas, intentan contentar a todo el mundo», entonces, la conclusión no puede ser más concluyente: son todos los que están aunque no estén todos los que son.

Hace unos años, Haro Tecglen sostuvo que los intelectuales en este país, más que no existir como clase -lo que haría la delicia de Marx-, lo que hacían era convivir felizmente con el sistema político y económico que les daba de comer. Tanto que, debido a este pesebrismo, habían desnaturalizado su tradicional función, aquella que les había encomendado la burguesía humanista: criticar al poder sin que se notara demasiado. Y, desde luego, en los años en que hablaba Haro, se les notaba demasiado que no estaban por la labor de ser moscas cojoneras de la democracia.

Después de visto, se puede asegurar que ciertos intelectuales -por supuesto, los que citaba Marías, pero, otros muchos más de sus colegas-, forman parte de un fenómeno sociológico evidente: si fueron alguna vez de izquierdas, ahora, no se les nota una cana, a no ser que ser antinacionalista les imprima ese carácter. Sólo un detalle. En 1975, se declaraban republicanos; hoy, si no son monárquicos, les faltará muy poco.

Estos intelectuales de prestigio han sido absorbidos y neutralizados por las mismas causas que llevan al precipicio a los corruptos: ambición, poder, dinero y fama. Para colmo, utilizan el medio en el que escriben como garantía de su esencia y pureza intelectual. Algunos siguen creyéndose que pertenecen a un «intelectual colectivo», como llamó Aranguren al periódico de Polanco en 1981. Hace ya mucho tiempo que dicho papel dejó de ser «el intelectual por antonomasia» y, en cuanto a lo de «colectivo», nunca lo fue. Así que la fonje discusión en diferido de Marías y Molina apenas tiene cabida. Sería pedir peras al olmo. El intelectual «aprisado» es un intelectual cautivo que, por principio categórico, no puede ir a contracorriente de los intereses de quien le da de almorzar.

Se trata de intelectuales que han practicado muy poco la fórmula de Adorno «decir lo que no se puede decir», premisa ética de un intelectual libre.

¿Qué se esconde detrás de esta fórmula de Adorno? Actualizándola, diríamos que se refiere a la lucha contra los problemas que el poder ocasiona a los ciudadanos por razones intrínsecas a su quehacer político y económico, y que fundamenta en decisiones legales, pero, en ocasiones, injustas y arbitrarias. Precisamente, ha sido el poder en estos últimos años quien ha cultivado este tipo de razones, que ha revestido con el ropaje esotérico de lo que no se puede decir, amparándose en que se trata de asuntos difíciles y complejos, imposibles de ser comprendidas por las masas.

Algunos pretenden hacer creer que la realidad es difícil de explicar y complejo su conocimiento. Si lo es, no lo será por sí misma, sino por el pensamiento burocrático y torticero que la envuelve. En estas circunstancias de dificultad interpretativa, quien lo intente y dé explicaciones nada coincidentes con el discurso del poder se encontrará con admoniciones por haberse metido en camisa de once varas, es decir, por decir lo que no se puede decir, y, por tanto, sus explicaciones formarán parte de lo heterodoxo, lo incorrecto, lo inconveniente y lo que incomoda. De ahí su prohibición y represión democrática en aras de una supuesta libertad de expresión, que ni es libertad, ni expresión.

Es en este terreno, donde la presencia de los intelectuales se hace más necesaria. Para decir lo que nadie dice, para agitar y mantener viva la duda ante tanta ofensa intelectual, ante tanta definición concluyente, autoritaria y excluyente, ante tanta sevicia perpetrada bajo los auspicios de una legitimidad cada vez más inmoral.

Ahí es donde el intelectual tiene un trabajo descomunal, elaborando reflexiones e ideas que se alejen de las evidencias que establece el poder y formulando los problemas desde otra mirada, de modo que sus soluciones no pasen por el entramado institucional del pensamiento burocrático o apresado bajo el amparo del poder, sea el que sea, sino desde abajo, desde la propia sociedad.

Un intelectual, si algo hace, es describir y explicar lo que nadie cuestiona, lo que nadie se atreve a decir, generando interpretaciones que hacen visibles aspectos nuevos de la realidad. En este sentido, dudo mucho que la ética de la lista de intelectuales de Marías cumpla con el compromiso de Adorno. Su modo particular de habitar el espacio que la sociedad les asigna deja muchísimo que desear, pues todo lo que dicen y han dicho estaba tan bien dicho que al poder le ha entrado por una oreja y le ha salido por la otra. Para mayor sonrojo, este mismo poder les ha pagado por decir lo que han dicho.

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