Anatolia Centenos | Activista social
La trampa de los presupuestos participativos
Desde hace años, y de una forma creciente, cada vez que se acerca el periodo de elaboración, debate y aprobación de los presupuestos de las diversas administraciones públicas, organizaciones sociales, populares y vecinales reclaman su participación. Es el caso de de la Plataforma por unos presupuestos participativos de Gasteiz o de las iniciativas y campañas de Elkartzen y otros colectivos contra la pobreza y la exclusión.
Más allá del debate siempre abierto sobre si la coparticipación con las instituciones o la llamada «democracia participativa» son instrumentos adecuados para el cambio social (transformación) o simples herramientas para su maquillaje (reforma), conviene fijar la atención en otra cuestión habitualmente olvidada: la escandalosa trampa que encierra en sí mismo el debate sobre los presupuestos.
El trabajo desarrollado en colectivos antimilitaristas y vecinales me ha llevado durante años a tener que analizar con detenimiento los documentos presupuestarios de las administraciones estatal y vasca (en busca de lo dedicado a gasto militar-policial), o de la municipal (partidas pretendidamente dedicadas a la «rehabilitación integral» del Casco Viejo). La conclusión a la que he podido llegar en todos los casos es rotunda: los presupuestos aprobados en las instituciones (declaración formal de en qué se piensa gastar el dinero público durante el año entrante) tienen poco o nada que ver con el gasto liquidado (lo realmente gastado a final del año), lo que habla bien a las claras de la nula validez del debate presupuestario. Algunos datos nos permiten ver la dimensión del asunto, y comprobar cómo la utilización torticera que se hace de esos documentos presupuestarios puede responder a distintos objetivos o estrategias.
Puede servir para camuflar la dimensión de un gasto que de cara a la opinión pública conviene al gobierno en cuestión presentar como menor del que realmente será. Ejemplo evidente de ello es el presupuesto del Ministerio de Defensa español para 2012, que en el momento del debate político para su aprobación se fijó en 6.316 millones de euros, mientras que la recientemente publicada liquidación (BOE del pasado 30 de marzo) desvela que lo realmente gastado han sido 9.066 millones. Esto es, nada más ni nada menos que un incremento del 43,5% sobre lo aprobado como presupuesto.
Pero la «magia presupuestaria» se utiliza también en sentido opuesto, es decir, para aparentar que se ha gastado más de lo que realmente se ha hecho. Un ejemplo claro de ello (de los muchos posibles) es el de las inversiones realizadas en el Casco Viejo gasteiztarra durante la legislatura de Lazcoz. El grupo municipal del PSE, tanto en sus años de gobierno como aún en la actualidad, no se cansa de jactarse de que durante esa legislatura invirtieron 20 millones anuales en el Casco. Y si simplemente hacemos caso a lo que figura en los presupuestos aprobados, es verdad. El problema está en que más de la mitad de lo presupuestado no se ejecutó (por ejemplo, lo destinado al Zain, al Polideportivo de El Campillo, al Gasteiz Antzokia, al Museo de la Pelota, el ascensor en la Cuesta de San Francisco, al parking de El Campillo...). Es decir, se presupuestaron, pero realmente no se invirtieron, porque no se ejecutaron. Pero ellos siguen apuntándose ese «tanto» falso.
Ninguna de las dos actuaciones descritas supone una ilegalidad contable, pero sí un fraude político. Sin embargo, mientras que en la presentación presupuestaria (lo que decían que se iban a gastar) hubo un debate político institucional (y en los medios y en la calle), no ha habido nada parecido sobre lo ejecutado, esto es, lo realmente gastado, cuando, como hemos visto, la diferencia entre una cuestión y otra es abismal.
Llegando a este punto parece obvio que, o se cambia la normativa existente para que estos desfases entre lo prometido presupuestariamente y lo realizado no puedan suceder (al menos en esa medida) o se cambia el debate político público y mediático, y se realiza al conocerse los datos sobre lo realmente ejecutado.
Por eso pienso que, mientras nada de esto suceda, la exigencia social, vecinal y popular sobre los «presupuestos participativos» yerra en su objetivo y, sin pretenderlo, avala la maniobra tramposa de fijar la atención sobre lo que en buena parte no es sino propaganda política (lo que se dice que se va a gastar, lo presupuestado). No resulta extraño por ello que cada vez más instituciones se muestren abiertas a los «presupuestos participativos», pues sería una forma de incorporar al sector crítico a la «farsa presupuestaria». Antes de reivindicar participar en esa «trampa presupuestaria» habría que exigir que se acabe con ella.