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Víctor Moreno Escritor y profesor

Pena de muerte

«Condena muerte e investigación científica del cuerpo humano», este es el tema que el autor aborda, no sin ironía, trayendo a estas líneas multitud de bibliografía y de biografías reales. Desde el anatomista Gabriel Fallopio; el médico Quay que en 1908 pidió públicamente que los condenados a muerte no se «desperdiciaran» y se les abriera en canal el cerebro para comprobar la «anomalía» que les llevó a cometer sus crímenes; la novela «La isla del doctor Moreau» o el caso de McKinley, muerto tiroteado por el anarquista Leon Czolgosz, son hilos que se entrecruzan para tejer el delicado argumento de la utilización, «en lugar de hacerlo con simios», de cuerpos de condenados en experimentos científicos. No se entiende muy bien, dice, que «estos condenados no se reciclen» para convertirlos en objeto de investigación para que los buenos ciudadanos sean mucho mejores de lo que son, como le gustaría que fuesen al ministro de Justicia Alberto Ruiz-Gallardón.

Siempre que escucho que en un determinado país se ha aplicado la pena de muerte a un individuo por cometer una fechoría, no puedo sino estremecerme interiormente. No entiendo aún cómo ciertos Estados siguen emperrados en desperdiciar tales situaciones que la Providencia les brinda para investigar científicamente el cuerpo humano.

Decía Ceronetti, en su libro «El silencio del cuerpo» que el conocimiento físico sangra. Para confirmarlo, recordaba, entre otros casos, el del anatomista Gabriel Fallopio (1523-1562), quien descubrió las trompas que llevan su nombre sacrificando en la mesa de operaciones un montón de mujeres, acusadas de infanticidas, y previamente condenadas a muerte.

En lugar de morir en el cadalso, gracias a una concesión graciosa de Cósimo I, en la Toscana, Fallopio terminaría con ellas en su mesa de vivisecciones. Y motivos de escrupulosidad moral no debió padecerlos el galeno. Lógico. Se trataba de malas mujeres condenadas a muerte. Fallopio debió de pensar que, al menos, de esta forma servirían para algo útil.

En 1908, un médico llamado Quay pedía públicamente que los condenados a muerte no se desperdiciaran, sino que se les abriera en canal el cerebro para comprobar la anomalía que les había llevado a perpetrar sus crímenes. Propuesta que un periódico muy católico y muy cristiano recibiría alborozado animando a que «los criminales incorregibles sean entregados a los vivisectores y que estos les abran calientes todavía en beneficio de la ciencia».

Es cierto que dicho papel consideraría dicha idea como «atrevida», pero, añadía gozoso que «bien puede sacrificarse algunas docenas de malhechores para estudiar los medios de curación aplicables a los ciudadanos buenos y útiles». Fallopio y Lombroso hubiesen aplaudido dicha sugerencia.

En este sentido, parece hasta mentira que EEUU desaproveche su estatus de decrepitud moral en el que se encuentra aceptando en su sistema democrático la pena de muerte. No se entiende bien que los Estados Unidos de América se pringuen de inmoralidad asesinando en nombre de todos a un individuo cuando sabe que no todos los ciudadanos norteamericanos son partidarios de la pena de muerte. Y, aunque lo fueran, matar a un individuo de ese modo es desperdiciar una ocasión propicia para hacer espléndidas experimentaciones científicas en lugar de hacerlo con simios.

Se trata del cuerpo de un delincuente, de un asesino, de un crápula, y no el cuerpo de un santo, ni el de un buen ciudadano, demócrata y constitucional. Dado el pragmatismo del Estado de Derecho, y consciente de que, según teorizase Hobbes y, más tarde, Weber, es la única instancia que tiene legitimidad y legalidad para ejercer la violencia allí donde considere preciso, no se entiende bien que la basura corporal de estos condenados no se recicle y se convierta en objeto de investigación científica para que los buenos ciudadanos sean mucho mejores aún de lo que son, y como le gustaría que fuesen al ministro actual de Justicia, Ruiz-Gallardón.

EEUU está tirando por la borda una situación inmejorable para realizar investigaciones científica directamente, en vivo y en directo, como hacía Fallopio, y, luego, a su manera el doctor Moreau como contaba Herbert Georges Wells, en su novela «La isla del doctor Moreau». Con la población criminal que condena a morir de forma tan inútil como innecesaria, EEUU echa a perder una remesa de cuerpos para la investigación científica importante. En este sentido, debería esforzarse un poquito más en culminar el proceso de decrepitud inmoral en el que está inmerso y llevarlo hasta sus últimas consecuencias. Como dice el refrán, de perdidos al río.

Disponiendo con tanto fiambre cualificado, que hubiese hecho las delicias de Lombroso, la ciencia médica seguro que encontraría las soluciones más radicales a los problemas de salud que llenan de dolor el Planeta. Un dolor verdadero y no falso como el de los condenados a muerte. Al fin y al cabo, ¿qué es el dolor de unos miles de personas impresentables ante el de millones de perso-nas enfermas sin haberlo comido ni bebido?

Para llevar adelante este programa profiláctico ni siquiera sería necesario modificar ninguna ley ni enmienda. Bastaría con que algún presidente dijera que ha tenido un sueño y que Dios le ha hablado en él, alentándolo a seguir en el camino indicado. No sería, desde luego, la primera vez que un presidente de los EEUU se hubiese sentido como un profeta veterotestamentario en cuyas orejas Dios habría depositado sus designios universales.

El caso de McKinley, aquel que decidió intervenir en la guerra de Cuba, es un caso elocuente. Ante una delegación de clérigos metodistas, y a propósito de la cuestión de Filipinas, aseguró sin que se le moviera una pestaña que había «rezado, arrodillado en la Casa Blanca» y que, entonces, tuvo «una revelación: el pueblo americano y Dios le pidieron que anexionase Filipinas».

Lo más curioso de todo es que Mckinley no tenía ni idea de dónde se encontraba Manila, la capital de Filipinas. Lo cuenta Isaac Asimov en su «Libro de los sucesos». Dice éste que cuando le avisaron que Manila había sido tomada se dirigió a un globo terráqueo para ubicarla. El hombre no tenía ni idea de dónde se encontraba, ni en qué lugar del mundo se destripaban sus soldados.

Sin embargo, lo que más llama la atención es que, teniendo McKinley un trato tan ínti- mo con el Todopoderoso, aunque dicha inti- midad se realizara en sueños, no logró que éste le revelase que el día 5 de septiembre de 1901, a las 16.07, el anarquista Leon Czolgosz le dispararía dos disparos con un revólver. El primero se alojó en un hombro y el segundo le atravesó el estómago, el colon y uno de los riñones. Como consecuencia de ello, el 14 de septiembre murió de una gangrena a las 2.15 de la mañana. No consta si durante su último delirio se le apareció de nuevo Dios.

Y, por supuesto, es una pena de muerte que el cadáver de Mackinley no se utilizara para fines benéficos de la ciencia.

Caso de haber abierto su cerebro seguro que los investigadores habrían encontrado ese plus neuronal que tenía el hombre y que, por las noches, le hacía tener hilo directo con el Altísimo, revelándole lo muy grandes y muy poderosos que eran los EEUU. Meninges cualificadas así no se ven todos los días en un escáner.

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